El 11 de mayo de 2015 el expresidente de la República, Felipe Calderón Hinojosa, asistió en Monterrey, Nuevo León, a un acto de campaña del candidato gubernamental panista, Felipe de Jesús Cantú. Entre otros conceptos ahí expresados, Calderón aludió a los candidatos “broncos” y los comparó con el gobierno de Hugo Rafael Chávez Frías en Venezuela.
Durante una concentración pública de simpatizantes blanquiazules, el expresidente dijo que “hay una alternativa en Nuevo León que está metiendo la idea de desorden, de ruptura, yo diría que hasta de ilegalidad; el cambio que se ofrece en Nuevo León puede ser de violencia y de rompimiento institucional”. Esto lo manifestó respecto al candidato independiente Jaime Rodríguez “El Bronco”, sobre quien arguyó lo siguiente: “¿Qué pasó en Venezuela? También Chávez era muy carismático, también era muy ‘bronco’ y ‘sacalepunta’, pero ese tipo de perfiles terminan siendo gobiernos autoritarios, que reprimen, que se corrompen y que meten a la cárcel a sus opositores”. Hasta aquí la referencia al protagonismo calderonista de ese día.
Pues sucedió: “El Bronco” Jaime Heliodoro Rodríguez Calderón se levantó con el triunfo y rindió protesta el 4 de octubre de 2015. Sin embargo, el 22 de diciembre de 2017 el Congreso local le otorgó licencia para separarse temporalmente del cargo, con el objetivo de ir en pos de la presidencia de la República, lo cual no consiguió y regreso a la gubernatura. Al término de su gestión y acompañado de una estela de graves errores y acusaciones por peculado, el 15 de marzo de 2022 fue detenido. Quien lo llevó a proceso penal y a la cárcel fue el actual mandatario de Nuevo León, Samuel Alejandro García Sepúlveda. “El Bronco” sigue preso.
Regresemos a Felipe Calderón. Su discurso del 11 de mayo de 2015 nos recordó la personalidad autocrática del también panista Vicente Fox Quesada durante la campaña presidencial de 2000 y todo su sexenio, que analizaron distinguidos miembros de la Asociación Psicoanalítica Mexicana, entonces presidida por Armando Barriguete Meléndez.
El diario nacional “La Jornada” entrevistó al doctor Barriguete Meléndez (una autoridad para hablar sobre tópicos de psicología de masas) días antes de los históricos comicios del 2 de julio de 2000, anticipando el triunfo del panista Fox Quesada debido a que, “con su personalidad, discurso e indumentaria, simboliza el añejo autoritarismo priísta y la proclividad de los mexicanos (como parte de la cultura nacional) de someterse ante los poderosos”. “Muy en el fondo de la idiosincrasia nacional subyace el deseo de que alguien autoritario ascienda al poder y nos gobierne”, añadió.
Barriguete no se equivocó y Vicente Fox se levantó con la victoria. Arrasó con los otros dos contendientes, Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano, por el PRD y aliados, y Francisco Labastida Ochoa, por el PRI y su coalición. La personalidad de Fox fue la de un hombre disruptivo, broncudo, con botas vaqueras, jeans de mezclilla, arremangado, siempre acompañado por un discurso excluyente, belicoso, sin ningún empacho para subestimar y atacar a sus adversarios, lo cual mantuvo todo su sexenio. Lo importante de subrayar fue su estilo autoritario, que lo acompañó en el periodo 2000-2006.
Con relación al mismo tema quiero transcribir algunos párrafos del ensayo titulado “Cohesión social, democracia y confianza”, escrito por Enrique Alducin, y que forma parte del libro “¿Estamos Unidos Mexicanos? Los límites de la cohesión social en México” (2001, Editorial Planeta Mexicana, pág. 229), que confirma la inclinación cultural de los mexicanos hacia alguien que proyecte tener un perfil autoritario. Dice Alducin:
“Durante el siglo pasado se construyó una fuerte identidad nacional con base en la ideología de la revolución de 1910 que, aunada a mecanismos de cooptación, clientelismo y corporativismo, imprimió una fuerte cohesión social (…) El gobierno emanado de la revolución duró todo el siglo y fue el principal protagonista de nuestra historia (…) Una figura central en el proceso de la representación e identidad del mexicano fue el Poder Ejecutivo, disponiendo de un presidente fuerte, encima de los poderes Legislativo y Judicial, rector máximo de los diferendos, cuyo discurso era de equidad y convertido siempre en el árbitro de una sociedad nacional con articulaciones importantes de cohesión social”.
Es así como llegamos a las elecciones presidenciales de 2018, cuando Andrés Manuel López Obrador se alzó con la victoria, propinando tremenda felpa a sus adversarios. De hecho, y lo vimos en Morelos en 2012, hubo regiones mexicanas donde el tabasqueño arrasó en comicios anteriores.
¿Cuál ha sido el discurso de López Obrador desde hace casi dos décadas? Uno en el que predomina la exclusión, el tono belicoso que destroza a sus enemigos y el que cumple a cabalidad el anhelo de millones de mexicanos de tener en la presidencia de la República a un gobernante fuerte, dentro de un sistema autoritario y elástico, capaz de renovarse. Y ahí está: todos los días en las conferencias de prensa mañaneras, avasallando a cualquier cantidad de antagonistas al actual régimen y su partido, Morena. Sin temor a equivocarme puedo asegurar que los altísimos niveles de popularidad de AMLO, a estas alturas de su gobierno, se deben a su perfil autoritario, tan anhelado por la enorme cantidad de mexicanos sometidos desde tiempos ancestrales por ese tipo de gobernantes. Ojo: esto proviene de la época de los antiguos mexicas. Está en el ADN de los mexicanos.
Sin embargo, he de agregar que el proceso de democratización nacional está fallando y desde el año 2000 no ha estado fuera de riesgos: tentaciones autoritarias, impulsos polarizadores, intereses enfrentados y simple ineficacia en las políticas públicas, que definitivamente generaron efectos perversos sobre la cohesión social. Como lo escribí en otro artículo: hoy los mexicanos tenemos a un presidente autoritario, con orientación hacia el totalitarismo.