Quienes afirmaron que el proceso legislativo para la aprobación del Plan B de la reforma electoral había sido desaseado, incorrecto, alejado de la legalidad, tenían razón. Sin embargo, hacía falta el análisis a la luz de las evidencias y en contraste con las disposiciones parlamentarias. Finalmente, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, al invalidar la primera parte del paquete de reformas a leyes secundarias, envió un contundente mensaje a los legisladores oficialistas que obedecieron las instrucciones dictadas desde Palacio Nacional: mientras el poder judicial siga siendo independiente no les basta con tener mayoría, hay que hacer las cosas bien.
De inmediato salieron los corifeos cuatritransformistas a repetir como loros las descalificaciones contra la Corte, que hoy arreciarán, otra vez desde Palacio. Sin argumentos verdaderos, sino apostando, como lo han hecho, a seguir haciendo creer al pueblo que existe una conspiración de corruptos y que los nueve ministros se prestaron a preservar los intereses de la oligarquía.
Con gala de estulticia, dicen que la mayoría de los ministros se pusieron al servicio de una minoría, oponiéndose a reducir el costo de los procesos electorales e invadiendo la esfera de competencia del Poder Legislativo. Nada más falso, que sostienen ya por su lealtad enceguecedora o bien por los intereses, esos sí mezquinos, de ganar a como dé lugar para complacer al presidente.
Una realidad es que nueve de los once ministros no se prestaron a convalidar ese mañoso plan de reforma electoral, nacido con vicios desde su misma aprobación. Otra realidad no es que los morenistas y sus aliados defiendan la voluntad popular, expresada en la cantidad mayoritaria de votos con que cuentan en el Congreso, sino que legisladoras y legisladores, sin haber siquiera leído los contenidos de la propuesta de reforma, se apresuraron a otorgar sus votos, violentando el proceso legislativo, sin dar la más mínima oportunidad al diálogo, el acuerdo y el consenso que deberían prevalecer en una democracia.
Los argumentos y razonamientos jurídicos de los ministros en la sesión del día de ayer son muy claros. La dispensa de trámites, bajo el argumento de la urgencia para la aprobación de leyes y reformas, que debería ser una excepción, mas no una licencia para que las mayorías atropellen los derechos de las minorías, impidió a los legisladores conocer lo que votaban. Los vicios y yerros pervirtieron las reglas democráticas y avalar la reforma habría sido equiparable a permitir que una mayoría, por el solo hecho de serlo, pudiera violentar impunemente la Constitución. Ni siquiera cumplieron con el requisito de publicar la iniciativa en la Gaceta Oficial con 24 horas de anticipación, ni tampoco con justificar su calificación de “obvia y urgente resolución”. Simplemente impusieron su mayoría. Y eso deja mucho que desear de un proceso al que se llama democrático.
No se engañen, señoras y señores progresistas y defensores a ciegas del régimen. No deje usted, amable lector, que lo engañen, como lo está haciendo hoy Andrés Manuel López Obrador al justificar a los levanta dedos que no sabían ni qué aprobaban. Lo de ayer no fue un triunfo del conservadurismo ni de la oligarquía, sino la derrota de la sinrazón, de la necedad y de la ilegalidad. Y no fue nadie más que ellos mismos los que violentaron leyes y procesos, creyendo que por ser mayoría tenían derecho de hacerlo. Se equivocaron y qué bueno que hasta el ministro Arturo Saldívar tuvo las agallas para soportar las presiones del poder presidencial.
Y para iniciados
Bien dice la sabiduría popular que no hay peor ciego que aquel que no quiere ver. Los militantes de Morena, enfrentados en la lucha por el control del partido y las designaciones de candidaturas, se siguen dando con todo, ya sea de frente o por debajo de la mesa, pero las patadas son cada vez más duras y mejor colocadas. Siguen sin darse cuenta de que eso solamente los va a llevar a rupturas y enconos irreconciliables que tendrán consecuencias en el ánimo de los electores. Si siguen así, podría presentarse el escenario de que quienes ganen en lo interno perderían en las elecciones. Ya les ha pasado antes, pero no quieren ver.
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