Como respuesta a la brutalidad de Rusia en los ataques contra Ucrania, que va en ascenso -a pesar de las negociaciones, los llamados al cese al fuego y las sanciones comerciales- organismos públicos y privados de buena parte del mundo adoptan medidas de aislamiento contra el régimen encabezado por Vladimir Putin, propuestas por los estadounidenses, con excepción de países como México, Venezuela, Bolivia, Cuba, China y Corea del Norte, entre otros de los llamados progresistas de izquierda.
Cada vez son más las empresas y los consorcios internacionales que toman medidas para debilitar la economía y la estabilidad de Rusia, con lo que se pretende hacer que Putin pague un alto precio por la invasión que mantiene en curso. Joe Biden, presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, ha recibido el respaldo de la mayoría de los integrantes de la Organización de las Naciones Unidas para impulsar estas medidas, en lugar de responder bélicamente, porque eso significaría el inicio de una nueva guerra mundial. Si Biden se mantiene firme en brindar apoyo económico, militar y diplomático a Ucrania, sin atacar directamente a Rusia, fortaleciendo a la vez las medidas de aislamiento del régimen ruso, lo podríamos ver pronto como un firme candidato al Premio Nobel de la Paz.
Sin embargo, aun todas esas políticas restrictivas internacionales no parecen tener la fuerza suficiente como para amedrentar y detener a Putin, en su objetivo por restablecer un área de influencia y control -económico, político y militar- semejantes a las de antes de la caída del muro de Berlín, aunque ya sin el socialismo como guía ideológica. Putin, al menos hasta el momento da la impresión al mundo de estar decidido a llegar hasta las últimas consecuencias.
Recordando los planteamientos de Karl Popper, uno de los más importantes filósofos de la ciencia del siglo XX, en su defensa de las sociedades a las que denomina como abiertas, Vladimir Putin parece dispuesto a cerrar de nuevo una amplia área geográfica, asumiendo los costos económicos y de relaciones exteriores que ello implica, y asesinando en el camino a quien se le interponga. Claro, como sucede con todos los gobernantes autoritarios, los costos de su autocracia los terminan pagando los ciudadanos, de quienes en un principio recibieron su aprobación.
De momento y, si no cambian las cosas, Putin podría ganar esta guerra. Si lo consigue y se sale con la suya, que en cierta forma sería la solución menos costosa en vidas humanas y destrucción, no deseable tampoco, pero menos catastrófica que una guerra mundial, estaríamos ante el inicio de una especie de nueva guerra fría, sustentada ya no en el enfrentamiento ideológico de socialistas contra capitalistas, sino de intereses globales contra intereses regionales.
En momentos como estos, cuando los efectos perniciosos ya se comienzan a palpar en la economía mundial, valdría la pena repensar los contenidos y alcances de la doctrina de la no intervención, como lo está haciendo Suiza, que ya marcó una diferencia con su anterior tradición de neutralidad y se sumó a las naciones que están adoptando medidas contra Putin.
Y para iniciados
Pero no, aquí el presidente, Andrés Manuel López Obrador, ya declaró que no se tomarán medidas de ningún tipo, que quiere ser amigo de todos los países. O sea que quiere ser amigo de Dios y del diablo, sea quien sea el diablo. Ya lo vimos, no sólo ha demostrado que quiere ser amigo de Trump y de Biden, sino que guarda un especial afecto por Nicolás Maduro, Daniel Ortega y Evo Morales, y ya no sé si respeto, miedo o complicidad por ciertos líderes criminales. Está más preocupado porque Twitter censuró a Putin que por los precios internacionales del petróleo y el gas, las acusaciones de corrupción y tráfico de influencias en contra de su exconsejero jurídico, la masacre en Michoacán, las transas en la compra de medicinas, los asesinatos de periodistas, el empobrecimiento de los mexicanos, la inflación y todo lo demás que está pasando en su gobierno cuatritransformista. Parafraseando el refrán, podríamos decir: De lengua, los de Peje.
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