El pasado domingo fue un día de contrastes para la democracia mexicana.
Si bien todos los actores políticos –desde el oficialismo hasta la oposición, pasando por los árbitros electorales y los observadores internacionales– encontraron motivos para declararse vencedores, el verdadero saldo de las elecciones judiciales es mucho más complejo y, en buena medida, preocupante.
Por un lado, el gobierno de la Cuarta Transformación celebró lo que considera una victoria histórica: el primer paso hacia un Poder Judicial alineado con su proyecto político, legitimado en las urnas.
El entusiasmo fue palpable, tanto en el regreso del expresidente López Obrador al centro del escenario como en la postura jubilosa de la presidenta Sheinbaum, quien no solo defendió el proceso sino que asumió, sin ambages, su liderazgo en la elección de los perfiles ganadores. Morena logró una demostración de fuerza institucional, sí, pero lo hizo con las formas de un partido hegemónico, no de una democracia plural.
La jornada dejó un mensaje contradictorio. Mientras el aparato del Estado, con el INE al frente, movilizó miles de millones de pesos y recursos humanos para garantizar la participación, apenas un 13% del electorado acudió a votar. El elevado número de votos nulos, como el 22.8% en la elección de ministros de la Suprema Corte, reflejó un rechazo ciudadano que no puede ser desestimado. ¿Qué tan representativa puede ser una elección cuando siete de cada ocho ciudadanos prefieren no participar?
Peor aún: la denuncia sobre los “acordeones” con los nombres sugeridos por Morena que circularon entre operadores y legisladores del oficialismo deja claro que no se trató de una contienda equitativa ni abierta. A pesar de los señalamientos de fraude implícito y simulación, el INE y el Tribunal Electoral parecen más dispuestos a proteger el statu quo que a exigir transparencia y legalidad.
La Misión de Observadores de la OEA fue clara: este ejercicio no debe replicarse en otros países. Recomendó revisar su continuidad, advirtiendo que una reforma judicial debe partir de un diagnóstico serio, técnico y plural. Lo que se vivió en México fue, en cambio, un experimento político cargado de intenciones, pero carente de legitimidad democrática.
La oposición, por su parte, aprovechó el desinterés ciudadano para reivindicar su relevancia. El PAN y el PRI presumieron triunfos regionales –como el de Durango–, mientras Movimiento Ciudadano capitalizó el descontento con candidaturas recicladas y pragmatismo electoral. Todos se declararon ganadores, en una especie de espejismo colectivo que revela más del sistema político que de la voluntad popular.
Lo cierto es que este 1 de junio no se repitió el aplastamiento de 2024. Hubo señales, movimientos, fisuras. La 4T logró avanzar su agenda, pero lo hizo en medio de dudas legítimas y con una participación ínfima. La oposición respiró, pero no puede cantar victoria cuando su mayor argumento es el abstencionismo.
México necesita elecciones que unan, no que dividan. Procesos que fortalezcan las instituciones, no que las sometan. Y sobre todo, necesita una ciudadanía que crea en el voto porque se respeta, no porque se impone.