La participación política efectiva y sustantiva en una democracia sólo es posible si el Estado y las instituciones de gobierno que lo representan cumplen con garantizar los valores y principios que, traducidos en leyes y normas, garanticen el respeto a la voluntad popular tanto como los derechos políticos de todos los ciudadanos, en lo particular, los de las organizaciones de diversa índole y de los diferentes tipos de comunidades, ya sean mayorías o minorías.
El estudio comparativo de los sistemas políticos democráticos, su historia y evolución, nos enseña que ninguno de ellos ha logrado, y quizá nunca logren, contar con un modelo óptimo para el funcionamiento de sus gobiernos y sus sistemas de representación popular. Sin embargo, también nos demuestra, en el impacto que tienen en la calidad de vida de los miembros de una Nación, que es preferible tener una democracia, por imperfecta que sea, a no tenerla, a vivir bajo un sistema autoritario, dictatorial o despótico.
Hasta a los sistemas políticos más afamados, por estables y consolidados, se les señalan carencias o defectos. Por ejemplo, al norteamericano, la exclusión de las minorías étnicas que no estén de acuerdo con ser representadas por uno de los dos partidos mayoritarios, demócratas o republicanos, pues o se suman a uno de los dos o jamás tendrán posibilidades reales de acceso al poder, ya que carecen de mecanismos y normas que permitan la representación proporcional, es decir, el reconocimiento de su peso político específico, para incorporarse en esa medida a los órganos de gobierno. El modelo puramente de elección por el principio de mayoría resulta en la estabilidad bipartidista pero, a la vez, en la exclusión de las minorías.
Ahí es donde encontramos uno de esos valores que no se cumplen: la tolerancia. En forma velada, porque tolerancia no sólo es permitir expresiones divergentes de las posturas oficiales, sino también garantizar el ejercicio efectivo del derecho a competir electoralmente, en condiciones que permitan ganar puestos de elección popular.
En el caso de México, apenas íbamos en camino a la construcción de un régimen que reconociera la pluralidad con tolerancia, en el que las opciones partidarias competitivas permanecieran o se extinguieran, según el apoyo popular que cada una tuviera, pero nos encontramos en estos años con un gobierno que, con el pretexto de la austeridad y aprovechando la bandera de la disminución del alto costo del sistema electoral, no impide las opiniones divergentes, pero sí las castiga. Sus distintivos no son la reflexión, el diálogo, el acuerdo o el consenso, sino la sumisión, la abyección y el silencio cómplice o bien el apoyo a ciegas sin la menor deliberación. En otras palabras, intolerancia en todas sus formas de expresión.
El reflejo más claro de esa intolerancia, propia de los socialistas que hoy se hacen llamar progresistas de izquierda -porque son tan hipócritas que reniegan de su origen ideológico, si es que en verdad alguna vez fueron socialistas-, se está manifestando en la depuración que llevan los partidos políticos, comenzando por Morena, aunque también se dan casos en los demás, y es la expulsión de miembros, a quienes acusan de traición por el hecho de tener opiniones y posiciones diferentes a las dictadas desde las cúpulas.
Morena, Morelos, ya entró a esa faceta de la izquierda intolerante. Si creyeron que en Morena se valía disentir, estaban en lo correcto. Se vale, pero se castiga. Y eso es así, porque así funciona el sistema y nada en ello ha cambiado.
Y para iniciados
La violencia política en Morelos va creciendo. Contra mujeres y hombres. Tan es violencia la física como lo es la verbal. El uso a la ligera de palabras como “traición”, en boca de los gobernantes, como Andrés Manuel o Cuauhtémoc Blanco, con el objeto de hacerse ver como víctimas y así justificar la expulsión o el castigo al ejercicio del libre pensamiento, la libertad de expresión y de asociación, es violencia política, además de violación de los preceptos constitucionales. Ya usted sabe, lo negarán y seguirán haciéndose las víctimas.
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