Buena parte del discurso de Andrés Manuel López Obrador del pasado primero de julio era previsible. El lleno de la plancha del zócalo capitalino también. Sin embargo, hay elementos, si no diferentes, sí clave para destacar, como la demostración, una vez más, de que el populismo funciona y funciona bien.
Ya lo he mencionado y puesto ejemplos en otras ocasiones: el populismo no es privativo de las izquierdas, también se lo ha utilizado por las derechas, que incluyen contenidos ideológicos tan influyentes en unos como en otros. Ambos generan apoyo popular, no infinito, pero sí perdurable. Lejos de ser idealista, el populismo del siglo XXI ha sido en realidad muy pragmático.
Ambos populismos duran hasta que su nicho de mercado electoral resulte decepcionado. Por eso requieren de una política permanente de comunicación social, en una palabra, adoctrinamiento, que lo mantenga creyendo y esperanzado, pero, al mismo tiempo de la conservación del statu quo para que su realidad económica y social continúe más o menos igual, que no abandonen del todo sus condiciones de existencia, porque eso los haría pensar diferente y constituiría un riesgo para el régimen.
López Obrador supo leer a lo largo de su carrera rumbo a la presidencia esa gran distancia que se fue formando entre los cada vez menos que tenían todo, o casi todo, y los muchos millones que carecían, a veces, hasta de lo más indispensable. Ganó y conserva el respaldo de las clases populares, sobre todo de las más empobrecidas. Para esos millones de personas el discurso sigue y seguirá funcionando.
Pero no es para todos. Las clases medias que se creyeron incluidas en el proyecto transformador y que no han recibido, a lo largo de casi cinco años, más que críticas y señalamientos, no han palpado los cambios y se han sentido excluidas desde el poder presidencial, ya no están a gusto. Pero eso poco importa en la estrategia populista. El presidente no quiere su respaldo y desdeña sus capacidades opositoras.
Andrés Manuel volvió a dirigir su discurso a las clases más pobres, a diferenciar entre su proyecto y lo que él denomina el bloque conservador y corrupto, que quiere regresar al poder para volver a saquear al país. Tan funciona su discurso populista que la enumeración de los logros de su administración no tuvo tantos aplausos como su expresión del “Me canso ganso”, que de ocurrencia discursiva pasará a la historia como el reflejo de una perseverancia más cercana la necedad que a la razón.
El presidente fue mucho más lejos. Envió un claro y directo mensaje sobre quién encabeza a la oposición y encasilló a todos aquellos que tengan relación con él como sus subalternos o a los que obedece. Y no dio margen alguno para encontrar puntos de diálogo y lograr algún acuerdo, alguna conciliación de intereses o consensos. Simplemente, están fuera del proyecto, son los adversarios a los que hay que cerrar el paso y excluir. Son aquellos a quienes hay que vencer en las urnas para mayoritearlos en las cámaras legislativas. Y la herramienta para ello es el populismo. Un populismo funcional de izquierda.
Y para iniciados
Antes del banderazo de salida a la contienda por la candidatura presidencial, que no lo dieron mediáticamente ni Mario Delgado ni Andrés Manuel, sino Marcelo Ebrard Casaubón, al anunciar su renuncia a la cancillería, provocando lo que he denominado el efecto Marcelo, buena parte de los morenistas daban por hecho que la preferida y segura candidata sería Claudia Sheinbaum Pardo. Hoy ya no es así, a dos semanas de la campaña, que no es campaña, hasta dentro del equipo de la exjefa de gobierno hay quienes comienzan a dudarlo y entre los seguidores de Ebrard los que afirman que ya la rebasó. Esto va a generar otro momento del efecto Marcelo, pero en los estados de la República, donde los que se sentían seguros ya no lo estarán, pues ahora saben que en cuestión de dos semanas podría ser que todo cambie y la percepción sea diferente a como comenzaron.
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