A estas alturas, a pesar de los discursos, esfuerzos por justificar y ataques lanzados, ni el Plan A, ni el Plan B ni el Plan C, aplican en México.
El Plan A se conformó por la iniciativa de reforma constitucional enviada por el Presidente de la República al Poder Legislativo, la cual a pesar de haber cumplido esa etapa, fue abortada desde la conferencia de prensa matutina, al saberse que no se alcanzaría la mayoría calificada necesaria para cualquier modificación a nuestro máximo ordenamiento.
El Plan B, a pesar de su avance inclusive con vigencia plena, encontró su fin -en una primera parte- precisamente por haberse violentado el procedimiento legislativo; los ministros por mayoría de 9 votos declararon inconstitucional el decreto que modificó la Ley General de Comunicación Social y la Ley General de Responsabilidades Administrativas.
El Plan C, tal vez sea en más viable aunque no es más que un llamado electoral. En efecto, el planteamiento del presidente Andrés Manuel López Obrador es conquistar a través del voto la reconfiguración de las cámaras federales y los congresos de varios estados, para en su momento retornar a una propuesta de reforma constitucional que no encuentre limitantes legislativas. La ruta es válida, democrática, pero a estas alturas es solo un buen deseo.
El hecho es que el Plan A fue abortado, el Plan B nació muerto y el Plan C es un tema de planificación.
México, ahí si como consecuencia de los procesos democráticos, ha sabido fortalecer la división de poderes, acotar el presidencialismo, obsequiarse instituciones autónomas, que permiten generar los equilibrios.
Se puede estar o no a favor de un movimiento transformador, llámese como se llame, en este caso 4T; en lo que no es válido caer, es en violentar los procesos o en la desaparición de lo que estorba, sin importar la legalidad.
