Recientemente comencé a releer el libro titulado “¿Y ahora qué? Itinerario de la eterna desilusión política en América Latina”, de Benjamín Fernández Bogado, licenciado en derecho, ensayista y docente universitario nacido en Paraguay, pero asentado desde hace muchos años en México. Su obra fue auspiciada por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla e impresa por “Editorial Libre” en 2010.
El autor recorre diversas transiciones políticas dentro del contexto latinoamericano, así como las múltiples acciones y desafíos que han buscado y siguen buscando obstruir los procesos democráticos, verbigracia lo que hoy observamos sobre el escenario mexicano.
Fernández Bogado se refiere, pues, al ataque sistemático enfocado hacia las instituciones:
“El anhelo por verlas destruidas pudiera vincularse a un desconocimiento de las normas y a la negación continua de que la vida institucional no rige a quien tiene el poder, mientras lo tenga. La ‘institucionalidad democrática’ a veces depende más de las personas que ocupan un cargo determinado, que de un pacto propugnado por los ciudadanos para el provecho colectivo. Algunos países, más maduros que otros, se han construido sobre instituciones que han emergido airosas de fuertes conflictos con el poder en circunstancias adversas, incluso para esas mismas organizaciones”.
Hasta aquí las citas.
Se suponía que México era un país de leyes e instituciones, tal como lo son todas las entidades federativas, pero cada día es mayor el número de ciudadanos, debido a la polarización y separatismo promovidos a diario desde Palacio Nacional, que reniegan de las instituciones nacionales, sin percibir que su desprestigio y debilitamiento genera inestabilidad, tal como ocurre en Venezuela, Bolivia y Ecuador.
Empero, debemos reconocer que la estabilidad política experimentada por México durante casi ochenta años se debe, en parte, a la fortaleza de nuestra vida institucional.
Varias veces he mencionado la necesidad de generar mayor cohesión social a partir de una eficaz mediación por parte de quienes ostentan el control sobre las instituciones encargadas de preservar la tranquilidad y conseguir el desarrollo económico de todos los mexicanos. Esto debería darse de arriba hacia abajo, desde el gobierno federal hasta la más modesta entidad federativa.
Tal mediación, durante los regímenes priístas, fue ejercida por el presidente de la República, los gobernadores, las organizaciones otrora corporativizadas y ciertos programas sociales aún vigentes, así como por organismos como el IMSS, el ISSSTE, Pemex, el Infonavit, el Banco de México, la CFE, el INE, la CNDH y el IFAI. Y a pesar del poco peso específico que tenían hasta hace apenas tres lustros, la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el Congreso federal, las legislaturas locales y los gobiernos estatales y municipales también han asumido un papel relevante para mantener la estabilidad durante la transición hacia la democracia. Yo diría que los eslabones más débiles son los municipios.
Este escenario, según apreciamos, campea a nivel nacional, pero en Morelos también tenemos vida institucional propia. El Congreso del Estado es una de nuestras instituciones, aunque lamentablemente trabaja contracorriente, sumido en la difícil pluralidad y el desprestigio causado por la lucha partidista, cuando la sociedad está harta de la política.
Aun así, al Poder Legislativo morelense le corresponde tomar decisiones de suma trascendencia para la colectividad, según se lo mandata y faculta la Constitución Política local. En tiempos recientes ha tomado decisiones relevantes para nombrar nuevos funcionarios en ciertas instituciones, aunque faltan otros. Actualmente está enfrascado en el análisis del Paquete Económico 2022 del gobierno estatal.
Es importante señalar, aunque sea en forma breve, la profunda diferencia existente entre la incertidumbre que experimenta un mexicano y la que enfrenta un europeo o un norteamericano. La incertidumbre que aqueja a los mexicanos es distinta en naturaleza a la que enfrentan los habitantes de países democráticos y desarrollados. Para esas personas, lo que cambia son las condiciones en las que llevan a cabo sus actividades, pero no el marco de referencia que establece las reglas básicas de su interacción social y de su relación con la autoridad. Cuentan con un marco de referencia que permanece esencialmente intacto.
Dicho marco de referencia se refiere al Estado de derecho, a la protección que las leyes confieren, a la certeza de que existen mecanismos judiciales perfectamente establecidos para dirimir controversias y hacer cumplir los contratos. Además, esas personas cuentan con seguridad pública y la tranquilidad de saber que su sobrevivencia no está de por medio. Lamentablemente, eso mismo no le ocurre a un mexicano. Para muchos mexicanos, los cambios económicos de los últimos años han sido inmisericordes. Estos han ocurrido no sólo de una manera estrepitosa y devastadora -lo que se ha traducido en desempleo, pobreza y ausencia total de mecanismos de protección familiar-, sino en total ausencia de un marco de referencia confiable. En lugar de ese marco de referencia, lo que ha caracterizado al país en estos años es precisamente lo contrario: inseguridad pública, jurídica y patrimonial.