Frente a la autocomplacencia del gabinete federal de seguridad, con respecto a los presuntos resultados en contra del crimen organizado, difundidos cada semana en Palacio Nacional por la titular de la Secretaría de Seguridad Pública y Ciudadana, Rosa Icela Rodríguez Velázquez, los grupos criminales están decididos a enfrentar a las instituciones responsabilizadas de combatirlos y de garantizar la paz a nuestra sociedad. Esto quedó demostrado en un solo día, el pasado martes 14 de junio, en diferentes zonas de la República, sin sumar los hechos acaecidos durante los días siguientes.
Son muchas entidades en las que se suscitan ataques de grupos armados, ya sea dirigidos hacia bandas rivales, o a elementos integrantes de cuerpos de seguridad: federales, estatales o municipales. Michoacán, Zacatecas, San Luis Potosí y San Cristóbal Las Casas (Chiapas), son ejemplos. En esos y otros territorios es evidente el desafío del crimen organizado contra el estado mexicano, cuya eficacia ha sido rebasada por los contrarios en muchas regiones mexicanas.
El descontrol de la violencia es el pan nuestro de cada día.
Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre el implacable avance del crimen organizado y la exacta dimensión del estado mexicano dentro de esa guerra, que comenzó en el sexenio de Vicente Fox, se intensificó en el de Felipe Calderón, se mantuvo en el periodo de Peña Nieto y sigue enquistada de manera profunda en el sexenio de López Obrador, aunque éste se niegue a admitirlo. El flagelo no tiene para cuando acabar. Mucho menos se lograrán avances mediante la estrategia de “abrazos y no balazos”. En México las fuerzas de seguridad tienen la instrucción de tratar a los criminales con pétalos de rosas, sin dispararles ni una sola bala, porque al hacerlo se estaría quebrantando el hecho de que se trata de seres humanos y se les debe proteger.
Reiteradamente he escrito que el presidente de la República enfrenta de manera creciente la erosión de la figura presidencial y el descontrol de la violencia. Son sus dos principales vulnerabilidades. Y es así como reaparece el contexto del estado fallido, que, desde luego, también afecta a Morelos, entidad donde prevalecen los vaivenes en la incidencia delictiva, como resultado de una situación generalizada en casi todo el país.
Como las comunitarias y las económicas, las consecuencias políticas de la actividad que despliegan las organizaciones criminales, especialmente las más poderosas, se distribuyen en varias dimensiones.
“Por lo pronto, conviene advertir que la existencia de un problema de crimen organizado en un país obliga a destinar gran cantidad de recursos (económicos, técnicos, materiales y humanos) y esfuerzos a hacer frente a su amenaza, recursos y esfuerzos que podrían destinarse a otros ámbitos de la actuación política de máxima necesidad y que pueden elevar sensiblemente la deuda estatal”.
Así lo leemos en el excelente libro “Crimen Punto Org. Evolución y claves de la delincuencia organizada”, de Luis de la Corte Ibañez y Andrea Giménez-Salinas Framis (España, Editorial Planeta 2010), que nos ayuda a comprender todavía más el fenómeno.
De manera concreta los autores describen el escenario de un estado fallido:
“El efecto político más extendido es la pérdida de eficiencia en el funcionamiento de instituciones públicas, generalmente como consecuencia de la corrupción promovida a distintos niveles y en diferentes áreas para favorecer intereses privados. Esas prácticas corruptas y las complementarias acciones intimidatorias dirigidas contra empleados de la administración suelen ir orientadas a promover la distribución parcial de los recursos, quebrando así el principio de equidad en la implementación de políticas públicas. Una forma alternativa de generar efectos semejantes, aunque más graves, tiene lugar cuando una organización criminal logra extender su influencia hasta las altas esferas políticas, lo que le permite condicionar el ejercicio del poder legislativo y ejecutivo, que afecta la promulgación de leyes o a la toma de decisiones gubernamentales (…) El crimen organizado puede erosionar también los fundamentos y pilares del Estado de derecho”.
Conclusión: la propia acción del crimen organizado constituye un desafío para el mantenimiento del principio de legalidad vigente.
Las células de delincuencia organizada diseminadas a nivel nacional, sobre todo en zonas de alta violencia, integran un gigantesco grupo que dejó de reconocer cualquier vestigio de legitimidad y autoridad del sistema estando dispuesto a dar la vida en su empeño por destruirlo. El caso de los decapitados y otras formas de aniquilación entre bandas criminales, así como los ataques de esta semana, es algo diametralmente opuesto al hecho de agredir instituciones públicas sin temor. Es aceptar la guerra. Y en eso estamos metidos a fuerza todos los mexicanos.