Ni duda cabe: el gobierno de la República, pero de manera concreta el presidente Andrés Manuel López Obrador, asumió una actitud omisa y de profunda autocomplacencia frente al crimen organizado.
Las bandas delincuenciales, a lo largo y ancho del país, al escuchar y ver al macuspano en Palacio Nacional ofreciendo garantías a la integridad física de los criminales, incrementarán la escalada de violencia, sobre todo en aquellos lugares hoy por hoy convertidos en mercados para la comercialización de estupefacientes, armas y vehículos robados, amén de que, como derivación del flagelo, crecerán otros delitos de alto impacto, verbigracia la extorsión. Los grupos del crimen organizado se sienten protegidos por las altas esferas gubernamentales y en esa proporción seguirán operando.
Los cárteles de las drogas, así como células criminales de menor dimensión, están decididos a enfrentar a las instituciones responsabilizadas de combatirlos y de garantizar la paz a nuestra sociedad. Y los servidores públicos responsabilizados de enfrentar a las bandas, con y sin acciones de inteligencia, llegarán al momento de decirse a sí mismos: “¿Qué caso tiene arriesgar la vida, si desde el gobierno no se nos apoya a nosotros, pero sí a los enemigos?”. Imaginen ustedes, además, lo que pensaron y sintieron los familiares de las alrededor de 180 mil víctimas de homicidios dolosos y miles de desaparecidos, al escuchar a López Obrador diciendo que él procura la integridad física de los soldados, los marinos, los guardias nacionales y los delincuentes, dizque porque “las cosas no son como antes”, cuando “se ordenaba el exterminio” de los bandoleros.
Por todo lo antes dicho y otros factores, el descontrol de la violencia es el pan nuestro de cada día. Lo anterior nos lleva a reflexionar sobre el implacable avance del crimen organizado y la exacta dimensión del estado mexicano dentro de esa guerra, que comenzó en el sexenio de Vicente Fox, se intensificó en el de Felipe Calderón, se mantuvo en el periodo de Peña Nieto y sigue enquistado de manera profunda en el gobierno de López Obrador. Este flagelo no tiene para cuando acabar. Mucho menos se están logrando avances mediante la estrategia de “abrazos y no balazos”.
Nuevamente aparece el contexto del estado fallido, que, desde luego, también afecta a Morelos, entidad que tampoco escapa de los vaivenes en la tendencia delictiva.
Como las comunitarias y las económicas, las consecuencias políticas de la actividad que despliegan las organizaciones criminales, especialmente las más poderosas, se distribuyen en varias dimensiones.
“Por lo pronto, conviene advertir que la existencia de un problema de crimen organizado en un país obliga a destinar gran cantidad de recursos (económicos, técnicos, materiales y humanos) y esfuerzos a hacer frente a su amenaza, recursos y esfuerzos que podrían destinarse a otros ámbitos de la actuación política de máxima necesidad y que pueden elevar sensiblemente la deuda estatal”.
Así lo leemos en el excelente libro “Crimen Punto Org. Evolución y claves de la delincuencia organizada”, de Luis de la Corte Ibañez y Andrea Giménez-Salinas Framis (España, Editorial Planeta 2010), que nos ayuda a comprender todavía más el fenómeno.
De manera concreta los autores describen el escenario de un estado fallido:
“El efecto político más extendido es la pérdida de eficiencia en el funcionamiento de instituciones públicas, generalmente como consecuencia de la corrupción promovida a distintos niveles y en diferentes áreas para favorecer intereses privados. Esas prácticas corruptas y las complementarias acciones intimidatorias dirigidas contra empleados de la administración suelen ir orientadas a promover la distribución parcial de los recursos, quebrando así el principio de equidad en la implementación de políticas públicas. Una forma alternativa de generar efectos semejantes, aunque más graves, tiene lugar cuando una organización criminal logra extender su influencia hasta las altas esferas políticas, lo que le permite condicionar el ejercicio del poder legislativo y ejecutivo, que afecta la promulgación de leyes o a la toma de decisiones gubernamentales (…) El crimen organizado puede erosionar también los fundamentos y pilares del Estado de derecho”.
Conclusión: la acción del crimen organizado constituye un desafío para el mantenimiento del principio de legalidad vigente.
Las células de delincuencia organizada diseminadas a nivel nacional, sobre todo en zonas de alta violencia, integran un gigantesco grupo que dejó de reconocer cualquier vestigio de legitimidad y autoridad del sistema estando dispuesto a dar la vida en su empeño por destruirlo. La aniquilación entre bandas criminales y sus enfrentamientos con las fuerzas federales y estatales (hoy de manera limitada), es algo diametralmente opuesto al hecho de agredir instituciones públicas sin temor. Es aceptar la guerra. Y en eso estamos metidos a fuerza todos los mexicanos… aunque en Palacio Nacional existen otros datos.