En cada evento, en cada ceremonia con presencia oficial, el mensaje, –el discurso–, es punto casi imprescindible del orden del día, sin importar el nivel u orden de gobierno, hecho que generalmente tampoco se altera con el nivel jerárquico del titular o representante que presida el acto; por tanto, el “discurso político” a pesar de no gozar de la mejor reputación e incluso inspirar desconfianza en algunos casos, por la percepción colectiva de su proclividad al engaño y la manipulación, está presente de manera cotidiana y sistemática en la gran mayoría de los actos públicos, y por ello, se debe considerar su relevancia, sobre todo, porque usualmente, gracias a los medios de comunicación, así como a las redes sociales y plataformas digitales, trasciende mucho más allá del auditorio, del entorno a quien se dirige directa y originalmente.
El discurso, como herramienta política, ha sido siempre necesario no solo para aspirar al poder, sino para legitimarlo y mantenerlo; sin embargo, prospera de manera directamente proporcional al nivel de desarrollo democrático, herencia ancestral que se remonta a la antigua Grecia, época que tuvo la sensatez de tornar la palabra –a través del discurso–, en razonamiento, gracias a la discusión y debate abierto de los temas públicos.
Evidentemente, el discurso conlleva un carácter persuasivo y no solo es una herramienta del poder, sino que es útil también en, y desde, el ámbito social para posicionar los temas que, previo a la acción política, transitan del pensamiento a la ideología y de ahí a la expresión oral que, además asume la noble labor de convencer antes que obligar, como alternativa real a la violencia.
Es así, que cada persona que ejerza la política, especialmente aquellas que ostentan un encargo público, tienen además de la inherente responsabilidad de servir al bien común desde sus respectivos ámbitos de competencia, la obligación de comunicar, de expresarse cotidianamente respecto a las atribuciones y ejercicio de sus responsabilidades, más allá del argumento sobre si el motivo de sus mensajes, es la persuasión, más que la convicción; o bien, si se trata de informar más que legitimar; lo cual requiere un uso de lenguaje claro y cotidiano, con sentido humano y emociones que lo hagan accesible y entendible al participar y aportar al diálogo público.
Por supuesto que sería ideal contar con más parlamentarios y oradores, con la persistencia y tenacidad de Demóstenes hacia la construcción y expresión de sus discursos, o el entendimiento en la seducción de las palabras de Grijelmo; pero al menos, cada personaje público debe involucrarse con la construcción, con el ideario, con los datos de sus mensajes, de su discurso político, pues sus audiencias y la ciudadanía lo merecen. No hacerlo, sería un desdén a la oportunidad de servir.
En los casos con que se cuenta con un equipo o una persona asesora para escribir y cuidar la elaboración del discurso, es fundamental por parte de quien habrá de pronunciarlo, que lo revise previamente, repasarlo detenidamente, al menos en un par de ocasiones, en voz alta, para dominar no solo su contenido, sino su ritmo, su entonación, sus pausas y sentimiento; con ello, se evitará en mucho, el trastabillar, titubear y vacilar en el momento preciso. Algunos personajes, con gran habilidad, improvisan e incluso hablan mejor, así, que con un discurso escrito, logran conectar con su audiencia y, por tanto, informar y posicionar su mensaje, aunque por supuesto, ello requiere conocer y saber del tema.
Participar en la vida pública, en el gobierno o bien desde la sociedad civil, implica valorar el discurso político, cuidar la expresión involuntaria de imprecisiones o dislates, por la falta de preparación, de compromiso con la audiencia. El discurso es uno de los más valiosos canales de comunicación de cualquier causa, gobierno, partido o proyecto político, así como de líderes, gobernantes y aspirantes a cualquier cargo de elección; luego, entonces, es un tema de la mayor relevancia.