El cambio es una de las características de nuestro tiempo. Pero el ritmo del cambio y su naturaleza específica son muy distintos a lo largo y ancho del mundo. El cambio ha resultado traumático para determinados sectores y actores, a nivel nacional.
En los últimos lustros, nuestro país ha experimentado cambios dramáticos, muchos de ellos originados internamente, pero otros propiciados desde el extranjero. Todo esto ha creado un ambiente de profunda incertidumbre.
La incertidumbre es uno de los productos que de manera inevitable acompañan al cambio en cualquier lugar en que éste ocurra. La incertidumbre todavía se encuentra latente tras la llegada de López Obrador a la presidencia de la República el 1 de diciembre de 2018. Con relación a la confianza, como capital social, mejor ni hablar.
Como lo indiqué al comienzo de este artículo, el cambio institucional ha sido dramático desde 2018 a la fecha. El marco de referencia institucional no ha permanecido esencialmente intacto. Los cambios económicos han sido inmisericordes, lo cual se repite casi en todo el país.
Han ocurrido no sólo de una manera estrepitosa y devastadora -lo que se ha traducido en desempleo, pobreza y ausencia total de mecanismos de protección familiar-, sino en total ausencia de un marco de referencia confiable. La inseguridad pública, jurídica y patrimonial se deriva de lo mismo.
Son éstos los temas que el gobierno de la República debería atender, pues de ellos depende, mucho más que de cualquier otra cosa, el éxito de su gobierno y, en buena medida, el futuro de su administración y la continuidad del proyecto de la cuarta transformación allende el 2024.
¿Habrá más presiones a mediano plazo? No tengo la menor duda, teniendo como base la capacidad financiera de quienes se ubiquen en la estructuración de los movimientos. Llegado el momento volveremos a ver la acción de grupos demandantes, comportándose de la manera menos razonable posible.
México aún está plagado de estas circunstancias: burócratas, los vividores del gasto público, políticos corruptos, etc. Todos consideran que el Poder Ejecutivo les debe la vida y, por lo tanto, que los demás se deben ajustar a su sistema parasitario. Los gobiernos anteriores condicionaron a la población a actuar de esa manera.
La esfera pública se ha caracterizado por una red de intereses que vivieron de explotar los poderes discrecionales con que cuenta el gobierno y la burocracia, de la indefinición permanente en prácticamente todos los rubros y, en suma, de las reglas «no escritas». Cada grupo de presión e interés busca oportunidades para violar el orden legal.
Tienden trampas para que el gobierno negocie la ley o se muestre dispuesto a modificar las normas vigentes. Esto es algo que ocurría con facilidad, tanto por costumbre, como por el hecho de que las normas y leyes están diseñadas para que no existiera alternativa. López Obrador tiene la oportunidad de modificar el esquema y debe comenzar por apegarse a la ley cerrando los márgenes de acción arbitraria del gobierno. Esto es difícil de implementar, pues todo el sistema legal está diseñado para hacer posible la arbitrariedad.
Entre varias asignaturas pendientes, el presidente se topó con un sistema de seguridad pública decadente y otras vulnerabilidades, entre las cuales siempre he destacado el descontrol de la violencia; la complicidad de autoridades estatales y municipales con el crimen organizado; el repunte delictivo; la cultura de la ilegalidad; la erosión de la figura presidencial; la inequitativa distribución del ingreso en todas las regiones de México; y la ineficacia burocrática en la mayoría de dependencias federales.
Me parece que las dos principales vulnerabilidades son el descontrol de la violencia y la erosión de la figura presidencial.