Desde que Gabriel Almond y Sydney Verba, allá en la década de los sesenta del siglo pasado, ofrecieron una perspectiva comparativa de la cultura cívica entre las naciones, anteriormente más estudiada como ideologías predominantes, el entendimiento de las actitudes y orientaciones políticas ha sido clave para comprender y explicar a los sistemas de gobierno.
Congruentes, en el fondo, con el enfoque marxista sobre la necesidad de que la superestructura soporte a la estructura funcional de un determinado grupo social, llamémosle cultura política o ideología, junto con las normas escritas o consuetudinarias, la estabilidad y permanencia de un régimen político depende, en buena medida, de que existan valores, creencias y actitudes aceptadas y compartidas por los gobernados. En pocas palabras, que den por válidos, por correctos, los planteamientos hechos desde el poder gobernante.
Cómo es que se produce tal aceptación, es decir, el proceso a través del cual los individuos y los diferentes grupos sociales dan por buenas las políticas y las acciones de gobierno, han sido materia de un intenso debate, hasta caer en la cuenta de que cada régimen promueve, adoctrina, ideologiza, según su conveniencia, ya sea de derechas o de izquierdas.
Ahí tenemos elementos para analizar tan variopintas plataformas ideológicas que sirvieron de soporte a también muy diferentes proyectos políticos, con un denominador común: las tentaciones autoritarias y supremacistas, que sólo pueden ser logradas a través de la obtención y conservación del poder, la intolerancia y el uso de todo tipo de recursos del Estado.
Desde el internacionalismo supremacista de Bismark hasta el fanatismo racial de Hitler, de la doctrina Monroe hasta el socialismo cubano, de la revolución cultural de Mao Zedong hasta la cuarta transformación de López Obrador, pasando por el ideal bolivariano que aterriza en los planteamientos de Chávez en la Venezuela izquierdizada. Todos ellos, y los demás que usted mencione, buscaron que su particular forma de ver al mundo fuera la predominante. Pero no que todos, todos, pensaran como ellos, sino que fueran mayoría para poder pasar sobre sus adversarios, ganarles la batalla, tener de su lado a las masas.
En esta historia, Andrés Manuel López Obrador no es ningún iluminado ni tampoco es original. Resulta una copia simple, un entuerto de contradicciones, producto de un pragmatismo mezclado con tintes ideológicos de la izquierda progresista, populista, que, también como todos los mencionados, cayeron en las tentaciones autoritarias de la concentración del poder.
Por eso su insistencia en el adoctrinamiento, en la imposición disfrazada de convencimiento, en su rechazo y descalificación automática de quien haga uso de su derecho a la libre manifestación de las ideas. Sólo está contento y hasta felicita cuando se coincide con él, cuando se acepta o se calla.
En los próximos meses habremos de saber si la estrategia de adoctrinamiento de las masas logró su cometido, ya sea por completo o en partes. Si el discurso del presidente predomina y convence rumbo a los procesos electorales y alcanza para dar continuidad al régimen o si se abre una brecha de suficiente tamaño para comenzar a erosionar la naciente hegemonía morenista.
Y para iniciados
La concentración en el Zócalo de la Ciudad de México y las movilizaciones al interior de la República, del próximo domingo, inevitablemente contarán con la presencia de líderes políticos desgastados y faltos ya de toda credibilidad. La movilización social en la que se quieren montar no debería verse empañada por la presencia de estos oportunistas. Deberían entender que su tiempo ya pasó. Y si bien no puede negárseles su derecho a asistir, no debe permitirse que roben cámara, sino que sea la sociedad organizada la protagonista de la defensa de la democracia, de las instituciones electorales y del apego a la legalidad constitucional.
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