Las críticas y los cuestionamientos que hizo ayer Andrés Manuel López Obrador sobre las disposiciones constitucionales que prevén la posibilidad de formar gobiernos de coalición son más que reveladoras del verdadero carácter e intención política hegemónica del presidente de México.
En la reforma constitucional del 2014 quedaron establecidas, en los artículos 74, 76 y 89 de la Carta Magna, las reglas para lograr consensos que permitan la gobernabilidad democrática, a partir de un convenio en el que participen el Ejecutivo Federal y los partidos políticos con registro vigente y representación en el Congreso de la Unión.
Un convenio así incluiría un programa de gobierno, la agenda legislativa y la orientación de las políticas públicas, teniendo que ser aprobado por mayoría en el Senado. La principal razón de ser de un Gobierno de Coalición, como sucede en todas las democracias consolidadas y estables, es la necesidad de ampliar los márgenes de consenso y mantener un equilibrio entre la división y el ejercicio de los poderes, Ejecutivo y Legislativo, reconociendo la pluralidad y diversidad de orientaciones ideológicas que conviven en un sistema político democrático.
Entre otros autores, Arend Lijphart, en su libro titulado Modelos de democracia, presentó el estudio de las formas de gobierno y los resultados de 36 países. A su vez, Chasquetti analizó las diferentes complejidades de los multipartidismos y las coaliciones en América Latina. En suma y en términos sencillos: no tiene por qué haber en una democracia una opción política que domine a las demás, que sea hegemónica y se imponga a través de la mayoría, ya sea en las elecciones o en el poder legislativo, sino mecanismos para que sea posible alcanzar acuerdos.
López Obrador rechazó en forma tajante la opción del Gobierno de Coalición, que supone, de antemano, la negativa a dialogar y llegar a consensos, como lo ha hecho antes, llamando a tener una “avalancha de votos”, a fin de que el presidente que resulte de las siguientes elecciones no sea “ninguneado” por el Poder Legislativo.
Más claro está muy difícil. La vocación y el carácter de Andrés Manuel no incluye ni diálogo ni consensos, sino la imposición de una aplastante mayoría, desestimando las legítimas demandas y derechos que también tienen las minorías. Lo que él denomina “bloque conservador” es más una clara expresión de que existen opiniones y posiciones diferentes a las suyas, pero que, en lugar de estar dispuesto a sumar, lo suyo es atacar, confrontar y dividir.
Es muy cierto que los anteriores gobiernos lo hicieron mal en muchos sentidos y estuvieron plagados de corrupción, nepotismo y patrimonialismo. En eso no se equivoca. Pero sí en que la solución es su “humanismo mexicano”, del que hablaré en otro momento, cuya intención de fondo es someter a la voluntad de un solo hombre a los demás poderes, a los partidos y a los ciudadanos. Y eso no puede ser llamado democracia, sino autoritarismo presidencial. AMLO, dicho por él mismo, aunque, con otras palabras, no es un demócrata, ni está dispuesto a la búsqueda de consensos. Por consecuencia, su verdadero carácter es de un político autoritario.
Y para iniciados
El Ejecutivo que encabeza Cuauhtémoc Blanco irá por su última carta para tratar de seguir manejando a su antojo miles de millones de pesos el próximo año: la controversia constitucional. En realidad, su apuesta no es que la Suprema Corte de Justicia de la Nación le dé la razón y corrija a los legisladores locales, sino usar a su favor los tiempos para que no entre en vigor el presupuesto aprobado por el Congreso y siga vigente la cláusula de la libre transferencia de recursos, así como el presupuesto multimillonario para la promoción de su imagen. No es apego a la legalidad, sino descaro, a través de una triquiñuela jurídica.
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