Este lunes 17 de octubre del año en curso se cumplieron tres años del “Culiacanazo”, mote que le fue asignado, el mismo día pero de 2019, a la decisión tomada por el presidente Andrés Manuel López Obrador para liberar a Ovidio Guzmán López, hijo de Joaquín Guzmán Loera (alias “El Chapo”), capturado en Culiacán, Sinaloa, por un grupo de fuerzas especiales de la Secretaría de la Defensa Nacional. Posteriormente, los miembros del brazo armado de Ovidio, bajo las órdenes de un hermano suyo, sembraron el pánico y el caos en dicha ciudad, colocándose en una falange frente a instalaciones militares, amenazando con arremeter contra soldados del Ejército Mexicano y sus familias.
Gracias a los Guacamaya Leaks sabemos que los altos mandos de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) efectivamente recibieron, durante la tarde del mismo día, la orden de López Obrador para dar marcha atrás y soltar al hijo del capo actualmente preso en un penal de los Estados Unidos acusado de transportar hacia aquella nación un número indeterminado de drogas provenientes de México.
El propio López Obrador, un día después, admitió que él ordenó la liberación de Ovidio Guzmán López, lo cual quedó registrado en la historia nacional como un estigma y un agravio del presidente a las fuerzas armadas. Los Guacamaya Leaks han confirmado el disgusto de los altos medios de la Sedena y la Secretaría de Marina (Semar) por esa decisión, lo cual es comprensible, pues mientras los soldados y marinos se parten la madre investigando y enfrentando a los cárteles en nuestro país, desde Palacio Nacional se emiten señales en sentido opuesto, de protección y encubrimiento.
Desde aquel funesto 17 de octubre de 2019, López Obrador ha sido duramente cuestionado respecto a su estrategia de seguridad, presuntamente aplicada a lo largo y ancho del país. Y digo presuntamente porque, a raíz del “Culiacanazo”, no hemos dejado de recibir señales que hacen pensar a propios y extraños sobre el implacable reacomodo del crimen organizado en distintas regiones mexicanas. El gobierno federal ha sido arrodillado por el crimen organizado, mientras se mantiene la imagen de un estado fallido. Las masacres, como la acaecida el fin de semana pasado en Irapuato, Guanajuato, siguen presentándose a pesar del famoso “fuchi, guácala” del presidente; o acusar a los sicarios con sus mamacitas y abuelitas; o darle paso a los abrazos y no a los balazos. Siguen los ataques armados, los bloqueos, la quema de vehículos y los enfrentamientos de grupos delincuenciales con el Ejército Mexicano, la Guardia Nacional y corporaciones locales.
Los Guacamaya Leaks han corroborado la exacta dimensión del estado mexicano frente a sus enemigos, muchas veces protegidos desde esferas institucionales. Se han hecho evidente el estado fallido, así como la supremacía del cártel de Sinaloa por encima del gobierno de esa entidad, de cualquier número de ayuntamientos sinaloenses y, obviamente, del gobierno federal. Y en la misma condición se encuentra el Cártel Jalisco Nueva Generación, por la libre en muchas regiones mexicanas.
Pero no solo el narcotráfico, sino otras vertientes del crimen organizado, desplazaron al gobierno en sus tres niveles. En cualquier territorio se repite el “cobro por derecho de piso”, que, según la legislación penal, constituye el delito de extorsión, tal como hace décadas lo practicaba en Europa la Cosa Nostra, y en Estados Unidos la mafia siciliana confabulada con grupos locales de sicarios. Dirigentes de comerciantes aglutinados en la Canaco Cuernavaca informaron el pasado fin de semana, que por lo menos un 30 por ciento de establecimientos comerciales con registro en esa agrupación empresarial bajó cortinas debido al “cobro por derecho de piso”.
En concreto: del estado fallido pasamos al estado arrodillado.