La transición a la democracia en México ha sido muy estudiada. Incluso a lo largo del proceso de construcción de las instituciones, autónomas e independientes del Ejecutivo Federal, que fueran responsables de la organización de los procesos electorales, garantes del respeto al voto popular y los derechos políticos, tanto individuales como colectivos. Durante toda la década de los noventa, las reformas de 1996, de 2014 y hasta la actualidad se sigue discutiendo qué es lo que hace falta y cuáles aspectos están sobre regulados, cuestionando si de verdad sirven para consolidar a la naciente democracia mexicana.
En el 2007 colaboré, junto con otros académicos, en la publicación de un libro sobre las elecciones en las que perdió Andrés Manuel López Obrador, por menos de un punto porcentual, cuyo título fue Elecciones y Reforma Institucional en México y ese mismo año, para mi examen de posgrado, en la Universidad Autónoma de Madrid, estudié la ideología de los mexicanos y su influencia en ese mismo proceso electoral. Los temas jurídicos y del sistema electoral mexicano nos parecieron crítica y suficientemente tratados, en ese entonces.
Sin embargo, al paso de los años, tras la reforma electoral de 2014 y los resultados del proceso electoral de 2018, así como lo que ha sucedido a lo largo de estos cuatro años de gobierno, estoy convencido de que, al menos mis planteamientos han quedado rebasados y, en buena medida, debido a la falta de la incorporación de dos variables que, hoy me parece, no debemos excluir: la cultura política de los mexicanos y la creciente vinculación de la delincuencia organizada, sean de cuello blanco o bandas de narcotraficantes, en los procesos electorales y en la gestión de los gobiernos.
La producción de mi siguiente libro tendrá que esperar un poco más para incorporar estas dos variables, pues, juntando las partes, y ante la posibilidad de una nueva reforma electoral, tal como la está planteando López Obrador, el proceso de transición a la democracia podría verse interrumpido y hasta revertido. Hubo quienes dieron a la transición por concluida, una vez que por fin hubo reglas e instituciones, como el INE y los tribunales electorales, que pusieran freno a los abusos del poder, de los recursos públicos y hubo alternancia en el poder. Nada más que estaban equivocados.
En suma, la hipótesis fundamental es que la transición a la democracia sigue siendo un ideal teórico en México, que las mismas cúpulas políticas, tanto de izquierdas como de derechas, siguen frenando, aprovechando la polarización, que no es nada nueva, de la cultura política de los mexicanos, pero con el pernicioso ingrediente del involucramiento de la delincuencia organizada.
Una reforma electoral podría ayudar a que la transición continúe o bien a revertirla. Por eso no es un asunto menor, con el simplismo de cuánto se gasta en el INE o si los plurinominales deben desaparecer o reducirse. Está en juego la estructura jurídica electoral del Estado mexicano y no sólo los intereses de los partidos y los grupos políticos.
Y para iniciados
Ya le dieron al clavo. Para desenmascarar a los funcionarios públicos que hoy aspiran a ser gobernadores o a ocupar otros cargos públicos, hay que seguir la pista a los contratos, las asignaciones presupuestales, sus declaraciones patrimoniales y los resultados de las auditorías a las cuentas que han presentado. Ojo, debe hacerse antes de que lleguen a candidatos, porque después el manto protector de Andrés Manuel, experto en no dejar rastro de los recursos que ha utilizado, se extenderá para protegerlos y purificarlos.
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