A comienzos de 2010 era común observar “policías”, en amplias zonas de Tamaulipas, en unidades falsas con las siglas “CDG” (cártel del Golfo), cuya misión era evitar que sus enemigos trataran de cruzar el río Pánuco que los separa de Veracruz, entidad donde se refugiaban. Dicha situación generó una oleada de ataques no sólo en Tampico, sino en Reynosa, Ciudad Victoria y Nuevo Laredo, donde se refugiaban los “zetas”.
Aquí viene lo interesante. Lo más extraño de aquella guerra fue que la población se inclinaba a favor del cártel del Golfo. Confiaban en que una vez que la organización tuviera el mando absoluto se acabarían los “narcotributos” que “Los Zetas” exigían a comerciantes, taxistas, restauranteros, y que oscilaban entre 100 y 6 mil pesos semanales. Hoy, a esas entregas forzadas de dinero se les llama “derecho de piso”.
Aquel escenario tenía plena concordancia con la forma en que, supuestamente, se había generado un pacto entre jefes policíacos de Morelos y capos del narcotráfico, entre 2006 y 2012, con dos objetivos: 1) Tú, autoridad, nos dejas vivir tranquilos en territorio morelense sin ser molestados; y 2) A cambio, nosotros “coadyuvamos” en la eliminación de criminales dedicados a delitos de alto impacto, sin que tengan relación con la comercialización de drogas.
Fue así como la sociedad morelense constató la frecuente aparición de cadáveres de presuntos secuestradores, extorsionadores, asaltantes y violadores, mientras paralelamente asomaban mensajes con datos precisos (verbigracia los números de averiguaciones previas) sobre los supuestos delitos cometidos por quienes sucumbieron a manos de grupos de exterminio que, en el mejor de los casos, nos recordaron a las “favelas” brasileñas.
A estas alturas de la incidencia delictiva nacional, que aún existe, nadie ignora que la precariedad del estado, la debilidad institucional y el auge del narcotráfico se coludieron para configurar el complejo paisaje de la corrupción en México, lo cual nos remonta, no a 2006, cuando Felipe Calderón Hinojosa llegó a la titularidad del Poder Ejecutivo federal y declaró la guerra al crimen organizado, sino a varias décadas de administraciones priístas.
Al menos durante las dos décadas y media anteriores, el catalizador de estos procesos fue sin duda el crecimiento de la economía criminal, sobre todo la inherente al narcotráfico.
Dicho lapso sirvió para penetrar todos los vericuetos de la sociedad: economía, política, cultura, deportes y la vida cotidiana.
El tránsito de la economía de la mariguana a las más rentables de la cocaína y la amapola produjo una nueva élite económica que, a golpes de audacia y dinero, siempre ha buscado disputarles el poder local, regional y nacional a las élites tradicionales.
El excelente libro “El cártel de Sinaloa. Una historia del uso político del narco” (Grijalbo 2009)”, del periodista Diego Enrique Osornio, expone infinidad de ejemplos sobre la perversa relación imperante entre algunos jefes de cárteles con políticos de diferentes regiones mexicanas.
Así, para los habitantes de muchas poblaciones no ha sido (ni es) rara la forma en que los capos ponían sus aviones y helicópteros al servicio de candidatos a tal o cual cargo de elección popular, senadores, diputados, alcaldes, comandantes de policía, altos mandos castrenses, empresarios y, desde luego, patriarcas clericales.
En buena medida, la importancia social que adquirió el narcotráfico obedece al hecho de que lapenetración de su dinero y cultura gozó por años de la complicidad y el beneplácito de las élites de este país.
Su poder radicaba no solamente en el hecho de ser hoy los dueños de miles de hectáreas, de estar presentes como terratenientes, de haber penetrado el sistema financiero, de tener miles de hombres armados; también y esencialmente en la forma en que han transformado los valores fundamentales de la sociedad, estimulando la idea del enriquecimiento fácil, las actividades ilegales, la violencia y el desprecio a la ley.
En resumen: si la criminalidad tiene en México y determinadas zonas geográficas un significado importante, es porque la gobernabilidad está afectada por la presencia del narco con su capacidad generadora de corrupción y violencia.
Efectivamente, como le dijo Ismael “El Mayo” Zambada a Julio Sherer (Proceso, 4 de abril de 2010): “El narco está en la sociedad, arraigado como la corrupción”.