STEFAN Zweig, en su magnífico libro “El genio tenebroso”, narra las peripecias de José Fouché entre junio y julio de 1794 para evadir la furia incontenible de Maximiliano Robespierre, entonces gobernante de Francia, durante el famoso período del terror. El “incorruptible”, como también se conocía al dictador, arremetió en contra de sus enemigos esgrimiendo como justificación la matanza de Lyon. Cualquier analogía del siguiente relato con hechos actuales, cuyo principal protagonista es Andrés Manuel López Obrador, no es mera coincidencia, sino la dramática realidad nacional en contra de quienes osen hacerle frente al tirano.
Fouché observó antes la caída de sus principales aliados en la Convención y la manera en que Robespierre, de un tremendo golpe, se desembarazó de un centenar de sus adversarios de la derecha. Cayeron los líderes Danton, Desmoulins, Chabot, Hébert, Fabre d’Eglantine, Chaumette y dos docenas más.
A todos los que se sublevaron contra su voluntad y su presunción dogmática los tiró al fondo de la sima.
Escribió Zweig:
“A todos los ha hecho desaparecer este hombre de menguada presencia, pequeño, delgado, de cara pálida y biliosa, de obtusa frente y de ojos pequeños, aguanosos, miopes, este hombre tanto tiempo eclipsado por las figuras gigantescas de sus antecesores”.
Desconcertado mira Fouché -quien había sido procónsul en Lyon- a su adversario, alrededor de quien se apiñan con respeto todos los diputados y funcionarios serviles, de los que, con impasibilidad inquebrantable, se deja rendir homenaje, envuelto en su “virtud” como en una armadura, inaccesible, impenetrable, con la orgullosa seguridad de que ya no se levantará nadie contra su voluntad.
Fouché quiere negociar con Robespierre y evitar la guillotina, pero “se encuentra con un intolerante y fanático que, como un Savonarola del racionalismo y de la ‘virtud’, rechaza todo pacto, toda capitulación; aún en los momentos en que la política aconsejaba el acuerdo, se resistía su odio puro y su orgullo dogmático”.
Cuando José Fouché sale de la casa de la rue de Saint-Honoré, humillado y amenazado, sabe que sólo podrá salvar su cabeza si consigue que caiga antes en la cesta la de Robespierre. El duelo a muerte entre ambos comienza.
“La rigidez de Robespierre constituye al mismo tiempo la belleza y la debilidad de su carácter, pues embriagado de su propia incorruptibilidad, apasionado de su dureza dogmática, considera toda opinión opuesta a la suya, no sólo como algo diferente, sino como una traición. Y con el puño frío de un inquisidor, empuja como a un hereje a todo el que piensa de otra manera a la hoguera nueva: a la guillotina”.
Reiteradamente envía señales Robespierre para descalificar a Fouché y lograr que la Asamblea lo lleve a la guillotina. Casi lo consigue cuando el ex procónsul es expulsado como indigno presidente del Club de los Jacobinos. A partir de entonces Fouché anda a salto de mata, hasta que se le ocurre una idea genial: llevar a muchos de los enemigos del “incorruptible” a la convicción de que también están amenazados, como él.
Añade Zweig
“No se le perdona a un hombre durante semanas, durante meses, la imposición del miedo que destroza el alma con la incertidumbre y paraliza la voluntad; nunca ha podido soportar largo tiempo la humanidad, o una parte de ella, la dictadura de un solo hombre sin odiarle. Y este odio de los subyugados fermenta subterráneamente en todos los círculos. Cincuenta, sesenta diputados que, como Fouché, ya no se atreven a dormir en su casa, se muerden los labios cuando Robespierre pasa junto a ellos; muchos cierran los puños a la espalda, mientras vitorean sus discursos. Cuanto más duramente y más tiempo domina el ‘incorruptible’, más crece la antipatía contra la voluntad desmedida”.
“Tú estás en la lista”, o “tú irás con la carga siguiente”, les susurra Fouché, propagando un miedo tremendo. Todos tiemblan y así llegan, después de varias semanas, a la sesión del 8 de julio de 1794, ante un Robespierre que estaba alertado sobre la conspiración. Fouché ya no temía por su vida después de haber sufrido la muerte de su hija.
El misterio y la expectación fluyen incorpóreos por el espacio; de manera inexplicable se ha difundido el rumor de que hoy ha de ajustar Robespierre cuentas con sus enemigos.
Pero no pasa nada. Del extenso discurso del “incorruptible” no sale ningún nombre. Habla de conspiraciones y conjuraciones, de indignos y de criminales, de traidores y maquinaciones, pero no pronuncia ningún nombre.
Cuando después de tres horas termina el discurso la Asamblea está más enervada que asustada. Pero entonces suena la voz de Bourdon de l’Oise, quien habla en contra de la impresión del discurso. Esta voz desentumece a las demás. Y alguien grita “¿Et Fouché?” –¿Y Fouché?-, ante lo cual Robespierre contesta: “No quiero ocuparme ahora de él, obedezco solamente a la voz de mi conciencia”. Horas más tarde se cierra el pacto de los conjurados y están de acuerdo en aniquilar al enemigo común. Fouché puede descansar ya.
El 9 de julio la cobardía contenida de 600 almas inseguras, el odio y la envidia acumulados en semanas y meses se echan ahora en contra del hombre ante quien temblaron todos.
Ese mismo día fue guillotinado Robespierre.
Adaptando esta historia al devenir histórico de nuestro país, con un presidente enfurecido contra sus detractores, disponiendo de todos los recursos del estado mexicano para sus venganzas, todo puede suceder con cualquiera. ¿Quién aparece ya en la lista de Palacio Nacional?