El científico social de origen alemán Dieter Senghaas, en su libro “Agresividad y Colectividad” (1971) propone considerar cuando menos diez componentes seriales para comprender la agresión entre políticos y/o partidos:
1.- La disposición individual, innata o adquirida, hacia la agresión.
2.- Los grupos de interés.
3.- Las élites dominantes.
4.- Los medios masivos de comunicación.
5.- El sistema político y la cultura política de un país determinado.
6.- El gobierno y la burocracia central.
7.- La estrategia internacional adoptada por un país.
8.- La dinámica de los procesos de decisión en momentos de crisis.
9.- Los procesos de escalada.
10.- La dinámica propia y las reacciones del ambiente internacional.
Sin embargo, cabe agregar a esta lista, como secuencias de actos agresivos, la acción de las clases sociales, y el lenguaje político usado por hombres políticos, intelectuales, partidos, sindicatos, grupos espontáneos y gobiernos.
Ejemplo de lo anterior lo hemos tenido en Morelos, escenario -durante tres años consecutivos- de conflictos entre propios y extraños, con un gobernador (Cuauhtémoc Blanco) defendiéndose como puede, y una pléyade de detractores cuestionándolo por una causa u otra, con la clara intención de exhibirlo como no apto para la gobernanza. No han cesado en su afán de desestabilizarlo.
Sin embargo, se trata de quienes, por múltiples factores, fueron desplazados en las elecciones de 2018 y 2021 quedándose fuera del erario público. Ya no disponen de recursos y del enorme pastel que el actual grupo gobernante sí posee. Los que están afuera, en su mayoría, no escriben más la historia, pero quienes se encuentran dentro de los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial, así como en gobiernos municipales, sí lo están haciendo.
Infortunadamente para Morelos, en toda la estructura institucional abundan personajes no aptos para manejarse en el poder, pues siempre buscan su afirmación por encima de otros, producto de la frustración o de un comportamiento dirigido a obtener cierta gratificación.
Es el factor de agresión más a menudo invocado en la literatura, aunque después fue objeto de críticas; producto de una pulsión primaria que puede remontar al “instinto de muerte, universal e inmodificable”, según Freud (1920); resultado de una acumulación autónoma de energía en centros nerviosos que aflora explosivamente, alcanzando un cierto nivel, en un comportamiento manifiesto (Lorenz); producto recurrente de un determinado tipo de socialización en el ámbito de una cultura que induce, favorece o premia comportamientos agresivos (Mead); resultado de un desplazamiento de la hostilidad sentida hacia un objeto (individuo o grupo) en dirección a un objeto distinto, favorito por formas de prejuicio étnico, político o religioso (Allport).
Y como sucede en el caso de López Obrador, también se presenta la instigación a la agresión, especialmente por parte de líderes carismáticos e ideológicos, en cuanto aumenta el nivel de tensión entre los destinatarios del mensaje y la dirige sobre el objeto deseado. Ese odio es exacerbado a diario desde Palacio Nacional por el presidente de la República y en Morelos a partir de ámbitos legislativos. Todos los días, AMLO designa a individuos, grupos y quien permita asumir el rol de chivos expiatorios.