Es cierto que la corrupción en México permeó en todos los ámbitos de la vida pública, desde muy arriba y hasta muy abajo. Cuando creíamos que los excesos de Miguel Alemán, Luis Echeverría y José López Portillo habían ya pasado los límites de lo imaginable, que las historias de multimillonarios enriquecimientos ilícitos a costa del erario no podrían ser más escandalosas, llegaron los gobiernos neoliberales que demostraron que mucho más todavía podía ser posible, en contubernio con la iniciativa privada.
La historia política del régimen posrevolucionario ha sido patrimonialista en diversos sentidos. Para el sociólogo Max Weber, el patrimonialismo era una forma de gobernar en la cual todo poder procedía directamente del líder, funde los intereses públicos y privados, excluye a quienes no forman parte de las estructuras patriarcales y es mucho más cercana a las formas de dominación monárquica y feudal que a la capitalista y democrática.
El régimen priista alimentó su propio patrimonialismo por décadas. Hasta nombre le pusieron. Le llamaban “la familia revolucionaria”. El jerarca, el presidente en turno, se identifica con el patrimonialismo como lo describen Nathan Quimpo y Richard Pipes, una suerte de fusión entre los derechos y la propiedad, llegando a un punto en que soberanía y propiedad dejan de ser distinguibles y el patriarca, el gobernante, usa los recursos públicos enteramente a su modo, de manera personalísima.
No hay otro destino al que lleve el patrimonialismo, sino a la corrupción. La principal bandera del patriarca de la cuarta transformación, Andrés Manuel López Obrador, es precisamente la lucha contra la corrupción. Recordemos que, en su campaña electoral, a todas o casi todas las preguntas sobre cómo resolvería tal o cual problema, respondía que acabando con la corrupción. Claro que la inmensa mayoría estaremos de acuerdo en que se luche contra la corrupción, que se acabe y se castigue a los corruptos. No cabe duda de que eso lo apoya el pueblo de México.
El problema estriba en que lejos de combatir al patrimonialismo lo está fortaleciendo. Y voy a poner algunos ejemplos: Acabó con buena parte de los fideicomisos y ahora el uso de esos recursos los decide él directamente. El problema era la corrupción y los corruptos, no los fideicomisos como instrumentos. Va contra los organismos autónomos. Y si lo consigue también él decidirá qué sucede o no en las materias de las que se encargan, y claro, el presupuesto que usan. Va contra los científicos y las universidades públicas. Por supuesto que la corrupción que haya debe ser perseguida y castigada, pero eso no significa que la mera presunción sea suficiente para investigar a todo mundo, como estúpidamente lo solicitó el senador morenista Armando Guadiana. Imagine usted que pronto vivamos en un régimen en el que, por el señalamiento de cualquier idiota, como ese senador, se ponga la fiscalía a investigarnos.
Si López Obrador quiere combatir la corrupción va en sentido contrario, pues en lugar de combatir al patrimonialismo, lo está fortaleciendo.
Y para iniciados
La misma insistencia del fiscal, Gertz Manero, para meter a la cárcel a los científicos, a quienes acusa de delincuencia organizada, en forma totalmente desmedida, debería poner al investigar si hubo actos de corrupción en los casos de los hermanos de López Obrador, su prima hermana, las empresas del hijo de Bartlett, por mencionar sólo algunos, y en los casos del verdadero crimen organizado, como los cárteles a los que no ha tocado ni un pelo. ¿O será que a pesar de la autonomía legal sigue necesitando de las instrucciones del patriarca, al que sí hace caso de inmediato cuando le pide algo en la mañanera?
¡Que tenga un excelente fin de semana!
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