El presidente de la República, Andrés Manuel López Obrador, proyecta síntomas de lo que en psicología y psiquiatría se conoce como “disociación afectiva”. Con una frecuencia que día a día se multiplica, es perceptible la desconexión entre sus pensamientos, sus emociones, sus recuerdos y su propia identidad. Ello es común en personas que han sufrido traumas psicológicos de diversos tipos, desde un abuso sexual hasta un maltrato psicológico o físico.
La persona vive el mundo como si no fuera real, como si fuera un sueño. Tiene una sensación de confusión porque se siente torpe a la hora de distinguir si lo que está viviendo realmente está pasando ahora mismo. Percibe el mundo de manera distorsionada y distante sin poder remediarlo.
¿Cuál es el origen de este análisis? El pasado viernes, López Obrador captó la atención de propios y extraños cuando, de manera sorpresiva, reveló parte del contenido de “su testamento”, que presuntamente contiene una instrucción clara respecto a la futura utilización de su nombre.
Dijo lo siguiente:
“No quiero que se use mi nombre para nombrar ninguna calle. No quiero estatuas, no quiero que usen mi nombre para nombrar una escuela, hospital, nada absolutamente”.
Esas palabras, sobre todo, las escucharon quienes constituyen su base clientelar. Las soltó en su principal instrumento propagandístico, es decir la conferencia de prensa mañanera, tratándose de un mensaje 100 por ciento emocional dirigido a sus más fieles seguidores, ante quienes se victimizó como si su fin estuviera cerca o reiteradamente esté pensando en la muerte; o suponga que ya ha hecho lo suficiente para resolver los grandes agravios nacionales en tan solo tres años.
Y tras lo emotivo vino lo político, pues el macuspano consideró que “el mejor homenaje que se puede ofrecer a dirigentes es seguir su ejemplo y no proceder a convertirlos en piedra”. Es decir: seguir su ejemplo como si fuera un iluminado. La declaración del presidente surgió después de que se le pidiera su opinión sobre la remoción del actual Monumento a Cristóbal Colón, que será sustituido por la escultura de una mujer olmeca, según anunció la jefa de Gobierno, Claudia Sheinbaum.
La pregunta que inevitablemente nos surge es la siguiente: ¿No será que, a estas alturas de su gobierno, firmes creencias y la realidad que a diario vive en Palacio Nacional, López Obrador se siente ya un iluminado, tal como les ha ocurrido a decenas de líderes populistas y a ciertos tiranos muy bien identificados por la historia?
Sin embargo, no es lo mismo sentirse que estar iluminado. Connotados sabios, a lo largo de la historia, han señalado los peligros del camino espiritual y especialmente el riesgo de la soberbia. Las personas más avanzadas en este camino previenen siempre para evitar caer en este peligro.
Soberbia es pretender que uno mismo es quien sabe y/o determina el grado de su “iluminación”.
¿Podría una persona así estar fuera de la realidad? La respuesta es un contundente SÍ.
Existen cuatro perspectivas posibles desde las cuales conocer la realidad:
La primera de ellas es la dimensión subjetiva individual, lo que alguien tiene en su interior y que sólo puede ver él mismo.
En esta fase subjetiva individual, la persona se sentirá de una forma especial, diferente a la habitual. También se sentiría bien internamente, con equilibrio, paz, armonía, salvo si sufre algún periodo de crisis naturales en este proceso de despertar. Sin embargo, si se siente malhumorado, irritable, es cínico o desprecia a muchas personas, dicha iluminación no es real… A esto se le puede llamar egocentrismo, narcisismo o incluso megalomanía; es decir, una condición psicopatológica caracterizada por fantasías delirantes de poder, relevancia, omnipotencia y por una henchida autoestima, sentirse especial a los demás, pero nada de esto se da precisamente en las personas iluminadas de verdad.
La segunda es la dimensión objetiva individual, que es observable por cualquiera, desde el exterior, donde la verdad debe predominar. En esta fase cualquier observador imparcial comprobará que el supuesto iluminado tiene una actitud nueva, más positiva y realista ante la realidad. Esta fase la reprueba López Obrador.
La tercera es la dimensión subjetivo colectiva externa, la cual se ve desde dentro por sus miembros. Las relaciones del supuesto iluminado tendrían que ser armónicas con las personas, no de dominación, manipulación, ni sumisión. Se supone también que es alguien incapaz de generar sufrimiento y/o malestar en otros y tiene actitudes leales, adecuadas y empáticas ante sus semejantes. A leguas se nota el temor que los miembros de su gabinete le tienen a López Obrador. Su palabra es la ley y no hay pero que valga.
Y la cuarta es la dimensión exterior objetiva, la que se ve desde fuera, en un grupo y por parte de cualquier observador. ¿Es alguien que tiene la capacidad de reinventarse en su vida? ¿Es alguien que sabe manejarse con las finanzas y en el mundo material? ¿Sabe compartir? ¿Es generoso o es represivo?
Lo que a diario vemos en las conferencias de prensa mañaneras son juicios y constantes opiniones negativas, comentarios destructivos, mentiras, falta de ética, temores y comportamientos que motivan y traen consigo emociones destructivas, como la agitación y la ira. La práctica impecable de la veracidad incita a la práctica de la ética, requiere un conocimiento preciso del lenguaje y la motivación, realza la percepción clara y la memoria de los acontecimientos, que de otra forma la mentira distorsionaría. También libera la mente de la culpabilidad y del temor de ser descubierta y por consiguiente hace que disminuya la agitación y la preocupación.
Me parece, pues, que AMLO no es ningún iluminado. Sí es un presidente autoritario.