En la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM, solíamos escuchar, allá por los años noventa, de los entonces especialistas en el Sistema Político Mexicano, que la popularidad y aceptación de los presidentes mexicanos comenzaba su declive a partir de la mitad de su mandato. De entonces hasta la llegada de Andrés Manuel López Obrador a Palacio Nacional, eso parecía una Ley no escrita.
No resulta difícil entender los porqués de un proceso de pérdida de la popularidad de los primeros mandatarios nacionales. A saber, las promesas de campaña o bien no se habían cumplido, no se cumplían del todo o bien hasta resultaba todo lo contrario a lo prometido. Los resultados que presumían los gobiernos priistas, y luego los panistas, no concordaban con las realidades que vivía el pueblo mexicano, hecho que las oposiciones de izquierda y derecha denunciaban en forma reiterativa, aunque limitada a los pocos espacios en donde tenían voz y participación. Pero, principalmente, ya que la popularidad es una variable directamente relacionada con la imagen pública de los políticos, y los presidentes, a partir de su toma de posesión del cargo, habían dejado atrás su periodo de campaña y se dedicaban a gobernar, siendo el gobierno un ejercicio que de suyo produce un desgaste político, ya no una actividad dirigida a complacer a una clientela electoral, sino a administrar los recursos y dirigir las políticas de la Nación, resulta perfectamente comprensible que fueran perdiendo popularidad y aceptación. Mucho más cuando el régimen estaba plagado de corrupción, nepotismo, abuso del poder y todos los demás males que por cierto siguen presentes en el actual régimen, lo reconozca o no Andrés Manuel.
Y es posible que el hoy inquilino de Palacio Nacional se diera cuenta de ello. Si López Obrador sabe o no sabe gobernar es tema de otro análisis, para estas líneas lo interesante es que cambió la fórmula y en lugar de dedicarse de tiempo completo a gobernar, tras ganar en las urnas siguió haciendo lo que mejor sabe hacer y en lo que tiene más de 20 años de experiencia: hacer campaña presidencial. Así es, México tiene un presidente que dedica la mayor parte de su tiempo no a gobernar, sino a hacer campaña presidencial.
Puntualmente, revisa las estadísticas sobre su imagen, cada mes. Diariamente refuerza su estrategia de posicionamiento en el ánimo de su clientela electoral, a través de la incansable repetición de sus argumentos ideológicos, de sus proyectos, sus caprichos personales, y el ataque a sus adversarios políticos, entre los que incluyó desde el inicio de su gestión a comunicadores, científicos e intelectuales y a todo aquel que no tenga y apoye sus puntos de vista. Las presentaciones públicas de sus múltiples informes de gobierno y las mañaneras son fiel prueba al respecto.
La Ley de Revocación de Mandato, aprobada ya por el Senado de la República, si bien sí es una herramienta de la democracia participativa, que puede resultarle de doble filo, forma parte de su campaña permanente. Según sus cálculos saldrá bien librado y se seguirá sentando en la silla presidencial hasta el 2024.
La gran diferencia es que ahora su campaña permanente nos cuesta a todos los que pagamos nuestros impuestos, la hace con recursos públicos, ya ni con los asignados a su partido político, Morena. Y vea usted, se tiene contemplado, y ya preaprobado, un gasto de 3 mil ochocientos millones de pesos para la consulta del próximo año.
A nadie le queda duda que la aprobación de la Ley de Revocación de Mandato es una prioridad del presidente, no del Congreso. Que impulsó y tiró línea para que se concretara, no importa si faltan medicamentos en hospitales, gas para el uso doméstico, cada vez más fallas en el servicio de luz eléctrica de la CFE y mucho más. Un capricho millonario, pero que forma parte de su campaña permanente, aunque nos cueste casi cuatro mil millones.
Y para iniciados
En otro lado, en Morelos, deberían darse prisa los flamantes legisladores para armonizar la Ley Federal de Revocación de Mandato con las leyes locales. En lo nacional puede ser que forme parte de una estrategia presidencial, pero en lo local podría ser una muy útil y justa herramienta para someter a consulta popular la continuidad o no del actual gobierno. Las y los nuevos diputados tienen todas las facultades para hacerlo. Si no lo incluyen formalmente, y pronto, en la agenda parlamentaria, sería la primera señal de que sus discursos de inicio del encargo son pura demagogia y perderían credibilidad desde el comienzo de su gestión. Ya veremos, dijo el ciego.
¡Que tenga un excelente día!
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