OCTAVA PARTE
La limpia y valiente conducta del Bergoglio ante la dictadura militar criminal del general Videla y sus epígonos, nos da paso a continuar con el análisis biográfico del colega francés, Jean-Benoît Poulle, ante la provocada bancarrota presupuestaria de Argentina:
“Un compromiso de este tipo en un período de agudización de la crisis social tiene necesariamente resonancias políticas, de las que monseñor Bergoglio es plenamente consciente. Sus críticas a las reformas económicas neoliberales -cualquier parecido con lo ocurrido en México, no es mera coincidencia-, así como su compromiso con los movimientos populares y sindicales, demuestran que no ha olvidado las concepciones peronistas, mezcladas con su propia «teología del pueblo».
Pero posteriormente mantiene una relación muy ambivalente con los supuestos herederos del peronismo de izquierda agrupados en el partido justicialista de Néstor Kirchner (1950-2010), el ganador de las elecciones presidenciales de 2003, con quien las relaciones se deteriorán progresivamente cuando Kirchner pone en práctica su voluntad de secularizar a la sociedad argentina.
Las relaciones con su esposa, Cristina Fernández de Kirchner (nacida en 1953), que lo sucedió en la presidencia en 2007, se volverían notoriamente muy malas: la ley de 2010 que autoriza el matrimonio homosexual, apoyada por el partido presidencial, provocó una enérgica oposición del arzobispo de Buenos Aires, que movilizó los recursos de la Iglesia en su contra; incluso se analizó como un enfrentamiento personal entre Bergoglio y la presidenta.
Fue como arzobispo de la capital, al que llegó a este puesto a los 62 años, que Jorge Mario destacó y que por primera vez tuvo la audacia de romper con lo establecido.
Los resortes de una elección sorpresa
Si Bergoglio tiene un cierto olfato político, también sabe rechazar posiciones de poder: en 2001, por ejemplo, se negó en un principio a ser elegido presidente de la Conferencia Episcopal Argentina. Sin embargo, ese mismo año aceptó ser nombrado cardenal por Juan Pablo II, como primado de una de las comunidades católicas más importantes del mundo. Pero se opone a la idea de que el acontecimiento se celebre con festejos en Roma demasiado costosos para sus compatriotas: el producto de la colecta lanzada para financiar los billetes de avión se destina a los pobres.
Como miembro del colegio de cardenales y de cinco dicasterios, los órganos de la Curia Romana, debe acudir a ellos con regularidad, pero siempre limita sus estancias al mínimo imprescindible: es uno de los cardenales que menos conoce la Ciudad Eterna, donde, según él mismo reconoce, nunca se ha sentido a gusto. Sin embargo, su reputación de austeridad y humildad se abre camino en las altas esferas del Vaticano: durante el cónclave de 2005, tras la muerte de Juan Pablo II, impresionó a sus colegas con una forma de radicalidad evangélica; además, fue identificado como un progresista moderado, mucho menos llamativo y, por tanto, menos divisivo que otro exjesuita, el cardenal arzobispo de Milán Carlo Maria Martini (1927-2012), que había sido una alternativa intelectual progresista durante todo el pontificado anterior.
Por eso, los votos de sus pares lo hacen aparecer como el principal rival del candidato del bando conservador, Joseph Ratzinger: al principio dispersos a favor de otros cardenales, los votos progresistas o moderados pronto se agrupan en torno a él, hasta el punto de formar una minoría de bloqueo que impide la elección de Ratzinger. Si creemos en un diario anónimo del cónclave, Bergoglio habría hecho saber entonces que se negaba a convertirse en papa, y habría pedido a sus partidarios que también transfirieran sus votos a Ratzinger, lo que habría permitido el acceso al pontificado del prelado bávaro.
En cualquier caso, es evidente que algo crucial ocurrió en el cónclave de 2005, lo que permite comprender en parte el de 2013, que efectivamente eligió al cardenal Bergoglio como papa tras la renuncia de Benedicto XVI, y que en este sentido tomó la forma de un partido de vuelta. Los actores eran en gran parte los mismos: el cardenal Bergoglio había sido mantenido al frente de su diócesis año y medio después de cumplir 75 años (edad a la que todo obispo debe presentar su renuncia); pero la situación de la Iglesia, por su parte, había cambiado profundamente.
De hecho, las múltiples crisis que habían marcado el pontificado de Benedicto XVI habían hecho que la elección de la continuidad conservadora o «restauradora», que todavía parecía la más razonable en 2005, pareciera ahora un callejón sin salida. El colegio cardenalicio parecía convencido de la necesidad de cambios profundos en múltiples planos: primero, formales, en cuanto al perfil del futuro papa, para que la Iglesia dejara de ser percibida como el club de las viejas naciones europeas; pero también en cuanto a sus orientaciones religiosas, ya que los escándalos que habían salpicado a la curia bajo Benedicto XVI habían desacreditado todo el programa conservador.
En estas condiciones, una minoría muy activa de cardenales progresistas ya estaba decidida a impulsar de nuevo la candidatura de Bergoglio, y había terminado por convencerlo a él mismo de que se dejara elegir papa esta vez.
Este pequeño club de prelados progresistas, convencidos de la necesidad de reformas radicales en la Iglesia, se llamaba el grupo de San Galo, por el nombre de la ciudad suiza donde celebraba sus reuniones informales: además del cardenal Martini (fallecido un año antes del cónclave) y del obispo del lugar, reunía principalmente a los alemanes Walter Kasper (nacido en 1933) y Karl Lehmann (1936-2018), al belga Godfried Danneels (1933-2019), al británico Cormac Murphy O’Connor (1932-2017), y el italiano Achille Silvestrini (1923-2019), miembro de la Curia, sin contar a algunos obispos franceses de rango no cardenalicio.
Todos estos cardenales fueron los artífices del ascenso de Bergoglio al pontificado, y varios de ellos, de hecho, aparecieron de manera muy significativa, los primeros a su lado en el balcón de San Pedro la noche de su elección. CONTINUARÁ.
NOVENA PARTE
Explicamos que el papa Benedicto XVI había desacreditado todo el programa conservador de la Iglesia y por estas condiciones, una minoría muy activa de cardenales progresistas ya estaba decidida a impulsar de nuevo la candidatura de Bergoglio, y había terminado por convencerlo a él mismo de que se dejara elegir papa esta vez. Fue, en efecto, este pequeño club de prelados que se hacía llamar: “el grupo de San Galo”, por el nombre de la ciudad suiza donde celebraba sus reuniones informales. Continuamos con el análisis del colega francés, Jean-Benoît Poulle:
“La sola congregación de San Galo no fue suficiente para la elección. Durante las congregaciones generales preparatorias, Bergoglio logró obtener el apoyo inesperado de dos clanes curiales que hasta entonces se habían estado enfrentando en una guerra feroz, y que llegaron a un acuerdo táctico en esta ocasión: se trataba de los partidarios del secretario de Estado de Benedicto XVI, el cardenal Tarcisio Bertone (nacido en 1934), y los más numerosos de su predecesor, el poderoso y controvertido cardenal Angelo Sodano (1927-2022), decano del Sacro Colegio, más elector pero «creador de papas», y portavoz de los diplomáticos de la Curia, que se habían sentido marginados bajo Benedicto XVI.
Estos dos grupos se unieron a la candidatura de Bergoglio, un hombre ajeno a los asuntos curiales (y que, por lo tanto, podía presentarse como un outsider -observador y fuera de las normas- capaz de reformarlos), a cambio de la promesa de una mayor influencia de los diplomáticos del Vaticano, simbolizada por el nombramiento del nuncio Pietro Parolin (nacido en 1955) como nuevo secretario de Estado de Francisco: por lo demás, según la mayoría de los comentaristas, esta elección resultó muy acertada. Por último, durante las congregaciones generales preparatorias, el discurso muy sobrio y sereno del cardenal Bergoglio sobre la necesidad de que la Iglesia salga de sí misma, de ir a sus márgenes, causó una fuerte impresión en sus pares y sin duda convenció a muchos indecisos.
Para que no se revele demasiado pronto como el principal candidato progresista, con el riesgo de reducir sus posibilidades, sus partidarios hacen correr el rumor de que su elección se inclina más bien por el cardenal brasileño de origen alemán Odilo Scherer (nacido en 1949), que tiene un perfil bastante similar al suyo. Durante el cónclave, con toda probabilidad, aprovechó la división de los votos de los cardenales conservadores entre el cardenal Angelo Scola (nacido en 1941), arzobispo de Milán, considerado el heredero intelectual de Benedicto XVI, y el prefecto de la Congregación para los Obispos, el cardenal quebequés Marc Ouellet (nacido en 1944), a quien Francisco mantendrá en su cargo.
Algo crucial ocurrió en el cónclave de 2005, lo que permite comprender en parte el de 2013, que efectivamente eligió al cardenal Bergoglio como papa tras la renuncia de Benedicto XVI, y que en este sentido tomó la forma de un partido de vuelta.
Francisco pudo ser elegido gracias a los pacientes esfuerzos de sus partidarios y a las lecciones aprendidas de su fracaso en el cónclave anterior. Su llegada al pontificado, muy inesperada, muestra la magnitud de las recomposiciones que tuvieron lugar en los momentos cruciales del cónclave. La mejor prueba de la sorpresa que supuso su elección se encuentra en el telegrama de felicitación que la Conferencia Episcopal Italiana envió por error, esa misma noche, al cardenal Scola. Por lo tanto, no hay que subestimar el momento de ruptura que supuso el cónclave de 2013 para la Iglesia. Pero el pontificado de Francisco, en su estilo, sus métodos y su programa de fondo, ha resultado aún más desconcertante, incluso para aquellos que lo habían elegido con una clara intención reformadora.
El estilo mediático del papa Francisco
También en la Iglesia católica, el estilo es el hombre. Desde sus primeras palabras en el balcón de San Pedro, el papa Francisco adopta un modo de comunicación que contrasta con la solemnidad habitual de sus predecesores, saludando a la multitud con un cordial «¡Buonasera!»: aparece con una simple sotana blanca, sin ninguno de los demás ornamentos papales, y conserva su cruz episcopal plateada en lugar de la dorada prevista para él.
Se presenta primero como «obispo de Roma», y no como jefe de la Iglesia universal, y pide rezar por «Benedicto, nuestro obispo emérito», antes de pedir a la multitud que haga lo mismo por él. Muchos de sus gestos muestran que pretende romper con los honores monárquicos que seguían correspondiendo al sumo pontífice: en lugar de residir en los apartamentos pontificios oficiales, en el primer piso del Palacio Apostólico, elige seguir viviendo en la Casa Santa Marta, la hospedería del Vaticano que ya acogía a los cardenales en cónclave. Al comienzo de su pontificado, dio un primer golpe de efecto al negarse a asistir a un concierto de música clásica, argumentando que no es «un príncipe del Renacimiento»: imagen impactante, en presencia de toda la curia, el imponente trono papal permanece obstinadamente vacío.
En varias ocasiones, muestra su gran sencillez: no solo al negarse a tomarse vacaciones en Castel Gandolfo, lugar de veraneo habitual de los papas, donde se había retirado Benedicto XVI durante el cónclave, sino también al llevar él mismo su propio maletín negro de documentos, como para dar mejor la impresión de que se ocupa personalmente de los asuntos más delicados; desprecia las mulas papales rojas -zapatillas-, por los zapatos de calle negros de uso general, y su sotana blanca, un hábito heredado de los dominicos, parece estar a menudo desgastada; incluso habría acariciado la idea de asistir a la Jornada Mundial de la Juventud de Río de Janeiro en 2013, la primera cita importante del pontificado, vestido con un simple clergyman, –la vestimenta de calle de los sacerdotes-.
El deseo de mostrar que no pierde el contacto personal con la gente común parece ser prioritario para el papa Francisco: por eso siempre ha preferido el contacto personal a los canales institucionales, en todos los asuntos. Prefiere las llamadas telefónicas individuales a los actores sobre el terreno, a menudo sorprendidos de tener al papa al otro lado del teléfono… Y lo hemos visto deambulando por las calles de Roma, sin pompa, para comprarse unos lentes nuevos en una óptica popular. El declarado deseo de sencillez también permite realizar golpes mediáticos.
En el ámbito litúrgico también, el estilo sobrio del papa Francisco roza la austeridad: en contraste con las celebraciones solemnes de Benedicto XVI, las suyas se caracterizan por una evidente sencillez, y ha demostrado en múltiples ocasiones que esta cuestión no era prioritaria para él, delegando el tratamiento de este asunto en prelados que tienen ideas muy definidas y que a menudo se han acogido a su voluntad tácita para poner en práctica sus propias concepciones. CONTINUARÁ.
Periodista y escritor; presidente del Colegio Nacional de Licenciados en Periodismo, CONALIPE; secretario de Desarrollo Social de la Federación Latinoamericana de Periodistas, FELAP; presidente fundador y vitalicio honorario de la Federación de Asociaciones de Periodistas Mexicanos, FAPERMEX, Doctor Honoris Causa por la Universidad Internacional, Académico de Número y Director de Comunicación de la Academia Nacional de Historia y Geografía, ANHG. Agradeceré sus comentarios y críticas en teodororenteriaa@gmail.com Nos escuchamos en las frecuencias en toda la República de Libertas Radio. Le invitamos a visitar: www.felap.info, www.ciap-felap.org, www.fapermex.org, y el portal: www.irradianoticias.com