Comienza el 2024 y entre tantos acontecimientos que habremos de ver en este año electoral, se conmemorarán los doscientos años del primer Presidente del México independiente, José Miguel Ramón Adaucto Fernández y Félix, mejor conocido como “Guadalupe Victoria”, quien asumió el cargo el 10 de octubre de 1824, desempeñando un papel crucial en la consolidación de la incipiente nación mexicana hasta el 21 de marzo de 1829. Los doscientos años de presidencialismo en México han marcado el rumbo político y social del país, desde su Independencia, pasando por la Reforma y la Revolución. Al término de la insurgencia independentista, México estableció su primera Constitución en 1824 y el mandato de Guadalupe Victoria dio origen a un presidencialismo, cambiante e inestable, con sucesivos presidentes que afrontaron adicionalmente desafíos externos como la intervención extranjera y la lucha por consolidar el territorio.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, Benito Juárez lideró los esfuerzos por la justicia social y con ello la separación entre la Iglesia y el Estado. La Guerra de Reforma y la intervención francesa fueron el entorno de la presidencia de Juárez. Tan solo unas décadas más tarde, surge la figura dominante de Porfirio Díaz, quien ejerció un control dictatorial sobre México por más de treinta años; y aunque logró un desarrollo económico significativo, la creciente desigualdad social y la falta de participación política llevaron al estallido de la Revolución Mexicana en 1910, marcando el fin del Porfiriato. Poco más tarde, la Constitución de 1917 sentó las bases para una mayor equidad social y política. A pesar de las luchas internas, el presidente Lázaro Cárdenas llevó a cabo reformas agrarias y laborales, consolidando los ideales de la Revolución Mexicana, dando estabilidad por al menos cuatro décadas hasta inicios de los 80, período en que México experimentó una relativa estabilidad política y un crecimiento económico impulsado por la industrialización principalmente con los presidentes Miguel Alemán y Adolfo López Mateos quienes buscaron modernizar al país, aunque persistieron desafíos como la desigualdad y la corrupción que terminaría hundiendo al país en graves crisis económicas y cada vez mayores desafíos sociales y políticos que parecían encontrar solución hacia el año 2000, cuando se perfilaba una transición democrática con la elección de Vicente Fox, poniendo fin a más de setenta años de dominio del Partido Revolucionario Institucional -que para infortunio del pueblo de México, se quedó corta-, para constituirse en tan solo una etapa de alternancia político-administrativa por dos sexenios con el PAN y cederle el poder de regreso al PRI, quien pierde contundentemente en las urnas en 2018 ante el clamor social de cambio que depositó su confianza en el presidente López Obrador y su Movimiento de Regeneración Nacional.
La alternancia y pluralidad política en el poder de los últimos sexenios, se convirtió en una característica fundamental de los espacios de elección y representación popular en todo el territorio nacional, pero contrario al ánimo democratizador que debiera caracterizarle, se ha tornado en un desafío creciente por la carga negativa que imponen el fenómeno de la inseguridad y la violencia, que se amalgaman con lacerantes casos de corrupción y una desigualdad persistente, que ya no tiene la marca de un partido sino el ADN de una descomposición social, lo cual nos urge, como país, a retomar el rumbo.
En 2024, la elección presidencial será un parteaguas en la historia de México, pues todo indica que por primera vez las riendas del destino nacional serán depositadas en las manos de una mujer, señal inequívoca de la evolución, desarrollo y madurez democrática que hemos alcanzado y, que es lo menos, a lo que podríamos aspirar tras dos siglos de presidencialismo. En este punto crucial de la historia, la nación se encuentra ante la responsabilidad cívica que el 2 de junio, defina el siguiente capítulo del presidencialismo en México.