Es indiscutible que conforme nos acercamos a las elecciones del 2 de junio de 2024, la agenda de la vida nacional se va saturando de política y aún más de políticos, mujeres y hombres públicos que en innumerables casos, parecen preocuparse cada vez más por la imagen que por el contenido, careciendo de lo fundamental: un liderazgo auténtico, una trayectoria de servicio, o bien, una reconocida formación de carrera en la administración pública que les califique para la enorme responsabilidad de legislar, de administrar y gobernar. Dichas carencias, parecen orillarles a una necesidad apremiante de mimetizarse con las formas, gestos y rasgos de sus correspondientes mentores o referentes aspiracionales, copiando oficiosamente sus frases, ademanes, ideas e incluso su tono y forma de hablar.
Dicha falta de autenticidad, les hace proclives a la tentación de presentar una versión cuidadosamente curada de sí mismos hacia la opinión pública, a fin de congraciarse más que expresarse, guiados impetuosamente por disimular sus imperfecciones, por encima de sus pocas o nulas convicciones. Por supuesto que no se puede generalizar, pero lamentablemente es un fenómeno que tristemente parece repetirse con mayor frecuencia.
Es apremiante retomar el valor de la honestidad, no solo aquella vinculada con la honradez, sino aquella que restituya a la clase política la sensibilidad de asumirse, no como cúpula extraordinaria, sino como una extensión humana del conglomerado social, que requiere liderazgos dispuestos a administrar los recursos públicos, a encabezar los esfuerzos políticos que den certeza y destino, al bienestar colectivo armónico con los elementos del Estado: territorio, población y gobierno; y para ello, es prioritario escuchar con atención las preocupaciones, sentimientos y perspectivas de la población, del “Pueblo”, a través de un diálogo abierto y genuino que posibilite la comprensión de la realidad social, como requisito obligado para alcanzar una gobernanza efectiva.
La política y la tarea de gobernar, requieren también de una profesionalización, de estudio y práctica, no basta con querer, e igualmente importante, es entender que ni el liderazgo ni el carisma son heredables ni endosables ni se transmiten por proximidad o contagio; de ahí la importancia de la autenticidad que requiere la política en cada uno de sus actores; pues si bien es cierto que el electorado ha demostrado que vota por la o el mejor candidato y no por el mejor gobernante, también es una realidad que, aunque a paso lento, hay un despertar ciudadano creciente que reflexiona con mayor seriedad y detenimiento el sentido de su voto, por lo que esperemos, pronto, no sea suficiente la imposición ni el ser popular o famoso para poder recibir la confianza de encabezar ninguno de los niveles y responsabilidades de gobierno.
Participar en política, debe ser la respuesta al llamado del deber cívico, una noble tarea destinada a servir y mejorar la vida de los ciudadanos y ser el motivo que anime a dar un paso al frente, para participar activamente en el proceso democrático, e incluso cuando la suerte, la oportunidad se antepongan a la experiencia o al mérito, es decir, si por la circunstancia que sea, se llega a estar en una boleta electoral, se debe asumir un compromiso genuino con el servicio público y con la obligación moral y normativa de tener un impacto significativo y positivo en la vida de los representados o gobernados.
Aún es tiempo de revalorar la autenticidad, de escuchar con atención la voz social, de desapegarse de la rigidez del sistema de partidos y grupos políticos, y responder ciudadanamente al llamado, a la acción política, con ideas frescas y no con frases hechas solo porque a alguien más le funcionaron; si de verdad se aspira a un gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, no hay otra vía más que entender que la sociedad requiere de una política auténtica y no de improvisaciones distópicas soportadas artificialmente por medio del marketing político y la estrategia electoral.